Las primeras luces se filtraron a
través de la persiana. Anna las observó y sintió que el pecho se le ensanchaba
y que la presión comenzaba a remitir.
Le asustaba la oscuridad. Desde
hacía años necesitaba pastillas para conciliar el sueño. Su efecto le proporcionaba
las horas suficientes para aguantar el día, pero el tiempo entre su amanecer y
la salida del sol se le hacía interminable.
Se incorporó y de un salto abandonó
la cama. Como cada mañana lo primero que hizo fue mirarse al espejo. Las bolsas
de los ojos eran algo menos visibles que las de los otros días. Sonrió. Ese sábado
se celebraba el Gran Premio, ese mismo día Margot, su magnífica yegua, se
alzaría con la victoria.
Desde muy pequeña le habían visto
maneras. Fue una potrilla espigada, altanera, llena de brío, alegre y muy
veloz. Sobresalía entre los demás y ella se encaprichó nada más verla trotar en
el prado.
Llevaban un año entrenándola,
trabajando codo con codo con el jockey que la montaría. No podía fallar, no
tenía rival a su altura, por eso respiraba confiada.
Se asomó a la ventana y vio el sol.
El cielo lucía de azul brillante, no se distinguía ninguna nube. Sonrió de
nuevo, la jornada se adivinaba perfecta.
Ojeó los titulares del periódico
disfrutando del aroma de su primer café. En la portada aparecía un pequeño
titular anunciando la gran carrera. Rápidamente se dirigió a la sección y allí
la encontró: Margot entre los favoritos. Era la revelación, la gran esperanza
de la temporada.
- ¿Cómo has dormido, cariño? –le
preguntó su marido acariciándole una mejilla-. Imagino que estarás hecha un
manojo de nervios.
- Imaginas bien.
- Tienes que tomártelo con calma,
cielo. Veo que guardas demasiadas expectativas y luego…
- Es que tengo razones para tenerlas
–contestó tajante.
Él lo dejó ahí, si no terminarían
discutiendo. Siempre sucedía cuando Anna se levantaba así de tensa, se volvía irascible.
El agua corrió para calentarse
mientras ella observaba su silueta en el espejo. Ya no le satisfacían sus
formas; sus brazos, sus hombros, sus piernas conservaban la flexibilidad, los
músculos permanecían definidos pero la piel comenzaba a perder el tono de
tiempos pasados. Tan solo sus pies aún mostraban los destrozos de antaño. Se
morirían así.
Entró en su vestidor. Era acogedor,
amplio; las paredes estaban pintadas de un rosa suave y empolvado. Los bolsos, los
sombreros y joyas, se encontraban perfectamente ordenados en estanterías, cajas
y cofres de diferentes tamaños. Entre algunas fotografías en las que se
encuentra con Margot, se esconde una descolorida donde se puede ver a una
bailarina muy joven sobre un escenario sujetando un hermoso ramo de flores.
Eligió un vestido vaporoso y un par
de zapatos sin tacón. Sobre su cabeza un sencillo tocado. Su pelo corto
mostraba su cuello largo y elegante, sin adornos.
El gentío se acumulaba ante la
puerta principal. Esa imagen siempre le había gustado, le producía una extraña
emoción, como si mil hormigas le subieran desde los pies.
Allí estaba el mozo, esperándolos en
la zona de propietarios. Su sonrisa amplia mostraba tensión, ansiedad y la
misma ilusión que la invadía a ella.
- Está preparada. Parece que siente que
va a ganar –manifestó emocionado.
- Quiero verla –añadió ella corriendo
hacia la cuadra.
La luz del sol mostraba una Margot brillante,
luminosa. Su capa parecía cobre recién bruñido. Era una pura sangre alazana,
hija de padres campeones, de una inmejorable genética.
La yegua relinchó al verla y ella cerró
los ojos para escucharla. Al abrirlos se encontró con la mirada del animal.
Parecía que se entendieran, que entre ambas existía una gran complicidad. Desde
el principio sintió que algo muy fuerte la unía a Margot, por eso creyó que
ella captaba su deseo, su hambre de victoria.
La gente se saluda en el paddock.
Intercambian sonrisas estúpidas y palabras hipócritas. Se desean suerte y se
dicen aquello de: “que gane el mejor” cuando en realidad deben soñar con su
propia gloria.
Los caballos se muestran nerviosos en
la línea de salida. Anna trata de distinguir a Margot a través de sus
prismáticos y, después de unos minutos, la ve cabeceando nerviosa, luchando con
las riendas con que el jinete intenta controlar “su espíritu indómito”.
Abandona la imagen sonriendo y recorre con la mirada la pista. Siente un leve
escalofrío provocado por la brisa húmeda que ha comenzado a soplar arrastrando
un puñado de nubes.
-
- - Espero
que no se ponga a llover –su voz tiembla al oído de su marido.
-
- No
parecen nubes de lluvia –responde tranquilo.
El pistoletazo de salida da lugar a
un pequeño caos. El jockey de Margot la orienta en la pista y consigue situarla
entre los primeros lugares. Debe evitar que la encierren. Como jinete
experimentado tiene diseñada paso a paso la estrategia a seguir.
Recorridos los primeros metros de la
prueba, la caída de un azabache afecta a otros cuatro caballos. De ellos solo
dos son capaces de seguir en competición. El grupo se alarga, se vuelve mucho
menos compacto y llega a romperse dejando cinco caballos comandando la carrera.
Margot se encuentra entre ellos, va perfectamente situada guardando las fuerzas
para acometer el sprint final. Anna grita excitada su nombre desde la grada.
Gotas de lluvia han comenzado a caer
formando en la pista un fino barrillo. El número de participantes se ha
reducido importantemente. Además de los caídos, hubo otros que abandonaron por
falta de fuerzas para subsistir en la fortísima competición.
Margot aguanta en el grupo de
destacados y logra colocarse en segunda posición. Anna grita fuera de sí, brinca,
aplaude, no puede soportar la tensión.
Faltando pocos metros para el final,
la yegua pierde pie, se desploma. Su jinete la sobrevuela y patina sobre el
resbaladizo suelo. Anna se siente desfallecer. El sonido de las voces le llega
amortiguado, las piernas ya no la sostienen, la luz se torna penumbra.
Como una sonámbula corre hasta el
borde de la pista. Quiere saltar, llegar junto a la yegua pero se lo impiden. Alarga
la mano desesperada.
La cara de Margot se muestra
contraída, los ollares abiertos. El sudor empapa al animal, sus mucosas están
inyectadas en sangre.
-
¡¡¡Margot!!!
La yegua aterrada la mira, patea
convulsivamente e intenta levantarse. Es inútil.
La caña astillada asoma por debajo de
su rodilla delantera derecha, el casco se ha revirado. La sangre mana empapando
la arena.
Con los nudillos blancos aferrados a
la valla que las separan, Anna ve cómo el animal lucha, y mueve de un lado para
otro su cabeza negándose a admitir los que sus ojos le muestran. En el fondo de
su garganta se ahogan los gritos.
El hipódromo alienta la recta final.
Ella no escucha más que los relinchos de la yegua herida. La visión del
veterinario empuñando una inyección letal la hunde definitivamente en la noche.
El ganador cruza la meta. La carrera
ha terminado.
Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro