Conocí
a mi vecino Raimundo antes incluso de que lo fuera.
Entré
en su casa llamada por un “Se Vende”. Me la mostró entusiasmado. El tamaño, sus
tres dormitorios, la zona (“…en la que no se oyen las ambulancias, se lo puedo jurar…”),
todo coincidía con la vivienda que mi hermana, que era la que había descubierto
el cartel al pasar, y yo estábamos buscando.
- Le
prometo que es un barrio tranquilo –prosiguió Raimundo haciéndonos el artículo-
tanto que nosotros vendemos este piso porque necesitamos una casa más grande
pues mi suegra se viene a vivir con nosotros, pero nos mudamos ahí atrás.
Seguíamos
alegremente su cháchara. El hombre era muy simpático.
Nos
pidió que esperáramos un momento y al rato volvió con unos planos entre las
manos. Los extendió sobre la mesa del comedor y allí nos mostró los pisos que
estaban construyendo justo en el bloque de al lado.
Nos
despedimos diciéndole que su piso era bonito pero que el precio era quizá un
poco alto para lo que estábamos dispuestas a pagar.
Al
salir de allí, mi hermana, que para estas cosas siempre ha tenido mucha más
vista que yo, me sugirió que fuéramos a ver los pisos nuevos, los que el mismo
Raimundo nos había mostrado. Terminamos comprando uno de tamaño mediano, algo
más pequeño que el de Raimundo, y de esta manera fue como mi vecino se
convirtió en mi vecino.
Pero
no vendría a contar hoy yo esto si la historia se hubiese quedado en esta
anécdota.
La
zona en la que yo vivo, que veinte años más tarde ya no es tan tranquila, vive
en torno al Hospital Ramón y Cajal.
Como
es habitual, alrededor de los hospitales es muy difícil encontrar aparcamiento,
sobre todo en las horas centrales del día, y esta dificultad se ha convertido
para un puñado de inmigrantes subsaharianos en su modo de subsistir.
Cada
hombre tiene asignado un trozo de calle, o un puesto libre entre dos coches, a
veces dos comparten un hueco. Corren arriba y abajo, disputan un cacho de
acera, luchan la moneda de euro que, se supone, les dará el conductor al
terminar de aparcar.
La
vida de estos hombres, a los que imagino durmiendo en el suelo de veinte en
veinte, es muy dura. Están ahí desde las seis de la mañana, cuando empiezan a
llegar los primeros coches, y no se van hasta el cierre de visitas al hospital.
Frío bajo cero estos días, calor de cuarenta en el verano.
Pero,
al menos los de mi calle, tienen un rey mago. Todos los días Raimundo les baja
pan, fiambre, una pieza fruta. Todos los días, mi vecino les proporciona un
algo para superar la vida de la calle.
Médico
jubilado, esposo y padre cariñoso, abuelo tierno de una niña adoptada en África, Raimundo es capaz de llamar a estos hombres por su nombre.
Ayer,
regresando de darle un paseo a mi perrita, Raimundo y su mujer me adelantaron
cargados de bolsas de supermercado. Al cruzar el patio que forman los
edificios, pude ver cómo mi vecino reía abrazado a cuatro de ellos.
¿Cómo
podrían mis palabras describir la imagen?
Creo
que en lo que primero que pensé fue en la Navidad. En esta época en la que
todos pretendemos ser mejores, más generosos y alegres y cariñosos.
Pero
no, aún no es Navidad, y sin embargo él hace que lo parezca, porque cada uno de
los días del año mi vecino Raimundo se viste de Rey Mago.
Texto: Esperanza Castro