Se
mordió el labio inferior y cerró los ojos. Volvió la cabeza hacia el lado
derecho con el deseo de ocultarle a la madre los dos lagrimones que urgentes se
le agolpaban queriendo rodar mejillas abajo. Tenía que aguantar. Quería
aguantar el terrible escozor de aquello tan caliente que estaba hiriendo su
pobre pantorrilla.
Ya
era mujer, ¿no? Estaba a punto de cumplir los quince años y deseaba con todas
sus fuerzas estrenar aquellas medias, ponerse sus primeros tacones y vestirse la
seda tan azul y vaporosa y que días antes habían enviado a limpiar a la
tintorería.
Se
volvió a mirar su pierna. Un líquido viscoso y verde reposaba humeante. Esperó
el tirón. Y comprobó que el violento movimiento no era tan terrible como había
imaginado. Más allá reconoció en sí misma cómo el pecho se le hinchaba entre
aliviado y orgulloso.
De
nuevo la paleta embadurnando una porción más. La temperatura de la cera había
mermado respecto a la primera aplicación. No dejaba de fantasear con la
posibilidad de que una tira de su piel saliera adherida tras ella fruto de un
torpe descuido.
Sus
piernas de mujer comienzan a bajar los primeros escalones hacia la sala de
baile. Siente el crujir de las enaguas, la cintura ajustándose a su talle, el
cálido tacto del collar de perlas de su hermana mayor.
El
segundo tirón le dolió más. Qué curioso. Según se iban rebajando los grados de
la sustancia aplicada, el padecimiento de su retirada iba en aumento. Pero una
linda ventana de piel desprovista de pelo se abría paso.
Siente
vértigo. La visión del salón allá abajo abarrotado de gente le hace sostener
por segundos su respiración. Contiene el impulso de volverse, mas su pie
derecho, sintiendo la suave presión de la costura de la media entre los dedos,
desciende hacia el siguiente escalón.
Miró
a su madre y sólo pudo observar el movimiento de sus labios. Fue consciente de
que los sonidos de la habitación se habían vuelto opacos. Tan solo el latir de
su pecho llegaba como tambor a sus oídos. Notó el pinchazo de alfileres del
último retoque de la pierna derecha.
La
gente se ha engalanado. Su padre guapísimo la mira orgulloso, su madre la observa
como quien examina por última vez la obra perfecta nacida de sus propias manos.
El
profundo aroma de la cera se expandía por la estancia. Se iba entremezclando
con el del café que salía ahora a borbotones.
Por
fin pisa el pavimento de la sala. Cree que todas las miradas se vuelven hacia
ella, su vestido azul y sus tobillos encaramados a unos zapatos de tacón. El
calor le sube del pecho al cuello y de ahí hasta llenarla de un vergonzante
rubor. Dura un instante.
Sintió
el líquido deslizarse sobre la segunda pierna. Su cuerpo reconoció la
temperatura, el tirón le resultó familiar. Se sintió mujercita experimentada.
Distingue
a sus amigas, sus hermanas, sus primos, sonrisas familiares que le devuelven la
seguridad perdida. Sonríe y nacen alas
en su corazón. Se funde con todos en un abrazo adulto.
Finalmente
allí estaban, sin un solo pelo, perfectas y preparadas, las lindas piernas de
una mujer recién nacida.
Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro