Me tumbé de espaldas cuan larga soy. Mi mirada se paseó por
el encalado techo hasta colgarse de la lámpara y cerré los ojos.
No sabía qué ponerme ni qué le gustaría a él. Quién puede
saberlo en un primer encuentro.
¾
Una cita a ciegas –me dije, e
instintivamente tomé la cinta de raso que días antes había comprado y me la
coloqué sobre los ojos ciñéndomela fuertemente para asegurar así la total
oscuridad.
Me incorporé y, desnuda, me acerqué tanteando torpemente
hasta el mueble donde guardo la ropa interior. Mis manos sobrevolaron los
corsés, las braguitas, los delicados volantes de las enaguas. Dudando me dejé
llevar por el roce de sus blondas y encajes y un suave roce de raso llegó para
convencerme. Era el del corpiño armado que tanto me afinaba mi cintura e imaginé
su perfecta confección, las costuras invisibles, las mínimas puntadas, y también
la limpia silueta que pintaba sobre mi cuerpo. Ninguno sentaba mejor.
Lo deslicé con destreza notando sobre mi piel la frescura
del tejido y lo ajusté siguiendo mi instinto. Gocé la ligera presión sobre mí y
me soñé figura de modelo.
Volví hacia el cajón para elegir las braguitas. De nuevo
idéntica operación: los tejidos me llamaban, me buscaban deseosos de convencer,
y yo me dejé llevar.
Algo mágico pasó al momento de vestirlas. Tan solo dos, dos
prendas para sentirme completa. Sonreí ante lo imaginado. Nada más faltaban las
medias. Al abrir ese cajón me invadió un mar de aromas: vainilla, jazmín,
recuerdos de rosa mosqueta. Y precisamente así, por su delicado olor, elegí lo
que restaba.
Retorné tanteando el aire hacia la cama y me senté en su
borde. Tomé la primera media y la recogí con cuidado intentado mantener la
tensión entre pulgares. Mis pies sintieron la seda, sobre los dedos primero
para terminar al fin en la suavidad del talón; fui deslizando el tejido
pantorilla arriba, con destreza hasta instalarse en la tierna carne del muslo.
El camino en la segunda me trajo el disfrute de ese tenue cosquilleo.
Y mi mente traviesa me llevó hacia el futuro, a intentar
imaginar lo que él, cegado por la cinta de raso, no podría ver, tan sólo tocar,
oler.
Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro