Bajó el escalón y al pisar el andén
se detuvo, cerró los ojos y escuchó el sonido de las puertas. Tomó aire e
intentó calmar la mente pero, a continuación, miró el reloj: faltaba algo menos
de media hora para la cita, y no le llevaría ni la mitad recorrer el camino
andando hasta allí.
Las paredes de mármol se mostraban
como lápidas de cementerio; un cortejo la precedía; su olfato creyó percibir el
mirto. Su visión se perdió en el punto donde se cruzan los raíles. Entre la
bruma húmeda, pegajosa y resbaladiza a la vez, se estremeció.
Salió a la calle y dirigió la vista
hacia el final de la avenida. Los edificios inclinados acercaban unos a otros
sus cabezas, como árboles que flanquean una carretera formando un túnel
frondoso. Al fondo no había luz.
La gente se dirigía a sus trabajos,
caminaban deprisa; algunos, nerviosos, miraban el reloj como lo había hecho
ella hacía unos minutos; otros, peatones y autos, se saltaban los semáforos; y
los menos esperaban pacientes su luz verde.
Ella giró sobre sus pies y enfrentó
la estación. Dio un paso, dio otro, se detuvo, tomó aire de nuevo y, dándole la
espalda, comenzó a caminar con paso firme hacia el final de la avenida.
De frente una madre empujaba un cochecito.
Este parecía un carro abarrotado de mercancías: en la cesta bajo el bebé un
paquete de pañales, una bolsa con naranjas y otras frutas, dos latas de leche
en polvo y una pequeña manta de angora que arrastraba una de sus esquinas
barriendo la calle.
Cruzando la acera a su altura, una
pandilla de niñas en uniforme esperaba la apertura del colegio. Hablaban,
gritaban, reían, se enseñaban unas a otras pulseras de plástico.
Se detuvo para sacar el móvil del
bolso. Miró la pantalla. No había llamadas. Ni mensajes. Nada.
Al lado del colegio la cruz verde de
una farmacia llamó su atención. Sintió su parpadeo como un latido. Se paró.
¿Cruza y compra o lo deja para cuando salga de allí? Mejor cruza, quién sabe, o
no, mejor a la vuelta.
Tres pasos más adelante encontró una
ferretería. Miró el reloj, faltaban veinticuatro minutos. Pegó la nariz al
cristal del escaparate y su vista viajó sobre los objetos. Contempló los
alicates: los de punta fina para apresar pequeños cables, los de punta dentada
y con los extremos forrados de plástico que facilitan el giro de tuercas, los
de corte para alambres…
Le llegó un fuerte olor a café. Miró
una vez más el reloj: aún veintidós minutos antes de la cita. Pensó que le
vendría bien tomar una tila, pero recordó las indicaciones y no lo hizo. En la
terraza del café distinguió un grupo de señoras mayores peinadas en peluquería,
con sus pelos cardados y plis en diferentes tonos de morado y azul, como un
ramillete de violetas. ¿Qué pensarían ellas? ¿Qué harían si les tocara decidir?
Cómo le gustaría saber sus opiniones, seguir sus consejos.
Una luz dorada la cegó por un
instante. Los rayos afilados se reflejaron en las ventanas para caer sobre ella
cortantes. El espectro se clavó en su retina y el mundo se volvió ocre, velado,
nauseabundo.
Un semáforo en rojo frenó su paso.
Tan rojo como el vestido que llevaba la pequeña que lloraba tratando de escapar
de su madre. Esta la reñía, intentaba que la niña no se tirara al suelo, no
pataleara, no ensuciara su impecable vestido rojo.
Cruzó el semáforo y sin detenerse,
miró de nuevo la pantalla del móvil. No había llamadas. Ni mensajes. Nada. Entonces
sí se detuvo, giró la cabeza y vio la estación allí, como una mole taponando el
inicio de la avenida. Treinta segundos, un minuto, o quizás más, no supo cuánto
tiempo estuvo así, mirando la estación. Pero otra vez prosiguió caminando hacia
adelante.
La plaza en la que desembocaba la avenida
era abierta y ventosa, con unos bloques bajos de granito gris que bordeaban las
aceras. Los tronquitos frágiles de unos árboles recién plantados hacían
esfuerzos por sobrevivir. En el centro se erigía una imagen de la Virgen con el
Niño en sus brazos. La contempló. El rostro dulce del pequeño contrastaba con
el hieratismo de la madre. Se santiguó tres veces y cruzó para tomar la calle
que se escondía en el otro extremo de la plaza.
Era estrecha, umbría. Las fachadas se
descubrían ajadas, las paredes mostraban desconchones, y algunas un blasón
antiguo oculto por mil capas de pintura. Casi todas tenían un balcón que algún día estuvo adornado por
flores; las jardineras estaban desiertas.
Una pareja de enamorados se
despedían con un beso largo en la esquina. Pisó su sombra estampada en el
suelo.
En el portal del número cinco la
botonadura de un portero automático. Dirigió el índice de la mano derecha hacia
el botón que indicaba tercero A sin llegar a pulsarlo. Retrocedió tres pasos,
miró de nuevo el móvil. La pantalla mostraba el mismo estado que la última vez
que la miró. Después miró el reloj: faltaban diecinueve minutos y catorce
segundos.
Dirigió la mirada hacia la imagen de
la plaza. Se santiguó tres veces. Pulsó el botón que indicaba el tercero A. El
mecanismo de la puerta la abrió. Y ella atravesó el umbral.
Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro