Cinco de la mañana. Hoy es sábado, el primer sábado de
primavera, el único primer sábado de la primavera de ese año.
La mujer despierta, y despierta con una pequeña opresión:
ansiedad. Pero no es la ansiedad de hace meses, es una ansiedad casi dulce,
pequeña, una ansiedad que la hace feliz porque en nada se parece a la ansiedad
de hace meses.
Piensa en lo que hará hoy. Y sin darse cuenta, se da cuenta
de que está escribiendo con la mente, y se da cuenta de que le apetece
escribir, escribir, hace meses que no escribe, hace, quizás, los mismos meses durante
los que padeció esa ansiedad.
Se levanta y acude al salón a por su computadora. Y mientras
lo hace piensa, pide, que, por favor, no se le escapen las palabras, que, por
favor, no le vuelva a pasar como aquellos meses, que ojalá pueda llegar hasta
la máquina guardando las mismas ganas que sintió al levantarse.
Enciende el ordenador con el sudor cubriéndola entera. Ruega que no se
atasque, que arranque sin esa parsimonia que lo caracteriza, que arranque con
el mismo brío que sintió ella al levantarse.
Y lo consigue, la máquina responde, se hace su aliada y en
pocos segundos le muestra la página en blanco. Los dedos de ella vuelan sobre
el teclado, son livianos, rozan cada tecla como las gaviotas sobrevuelan el mar, glotonas, ávidas, urgentes.
La mujer cuenta, le grita al teclado, al ordenador, a ella
misma su propia felicidad, su sentimiento de ingravidez, su alivio al
descubrir, al hacerse consciente de que su pasión, sus ganas y su virtud no la
ha abandonado como creía, como hace meses que creía.
Después de dejar escapar como un torrente las primeras
palabras que se escapan solas se detiene, ¿cómo seguir?, piensa, y de nuevo esta
duda se convierte en letras, sílabas, palabras de alivio. “Suéltalas, déjalas
resbalar como torrente, como gotitas de lluvia que algún día serán torrente, no
para calmar la sed sino para lavar los pies, aclarar la cara, refrescar el
alma”, y decide que esto último es cursi, sí, pero bendita cursilería que la
hace sentir como si la cama, la suya se elevara un metro por encima de su
propio cuerpo allí tirado.
Un hueco le recuerda que hace horas que cenó y se siente más
humana que nunca y a la vez más llena que nunca por ser
capaz de expresarlo así, en blanco, como hacía tanto.
Mira desde lo alto a la mujer sola que creó con sus propias
manos y se hace presente en ese momento. Se reconoce en sus ojos y la ama y se
despide de ella, le dice adiós porque ya no está más, ya no existe, muere en otro
cuerpo que no es el suyo, que ya no es.
Se vuelve sobre sus pasos y relee lo que ha escrito. Le
gusta, o no, puede que sea bueno o no pero da lo mismo, lo que verdaderamente
importan son los dedos que no pueden parar y eso la llena de tanta felicidad
como las letras que una tras otra cubren la sábana blanca que cubre la pantalla
y su cama entera.
Una página completa, llegar hasta el final
será un premio, como alcanzar una meta donde espera un reloj que mide el tiempo
invertido en dar una vuelta o dos al circuito, como si las palabras se pudieran
medir en metros cuando las palabras no son más que sensaciones,
sentimientos que se encarnan o se padecen o alivian el peso con que amaneció.
Texto: Esperanza Castro