- Tose… Tose más… Así… Eso… Ahora ya puedes respirar normalmente.
Lo odio. Odio llegar hasta el número cuatro de la calle Colegiata. Odio esas escaleras desiguales, esa puerta pintada por mil y una capas de un color burdeos pasado de moda, esa mirilla dorada y hasta el Sagrado Corazón que la preside.
Una vez dentro, entretengo mis nervios en una salita decorada con pósters de campañas para la prevención del cáncer de mama, la vacunación de jovencitas contra el virus del papiloma humano y el uso de anticonceptivos anti-SIDA y anti-baby.
Luego, en la consulta, las mismas preguntas y respuestas de siempre: ¿Qué tal estás? ¿Cómo vas con la medicación? ¿Tienes muchos sofocos?
- Pasa al cuartito, ya sabes. Te desnudas de cintura para abajo, no hace falta que te quites el jersey; colócate cómoda con los pies apoyados en los estribos.
Como si alguna pudiera sentirse cómoda en esa camilla que más parece un instrumento de tortura de la Santa Inquisición.
Y tú te quedas ahí, encogida, sentada en el bordecillo de la cama, con los pies bien juntos sobre la fría plataforma; presionando hacia adentro las rodillas, guardando con celo tu expuesta intimidad.
Entonces, aparece la auxiliar con una sabanita para taparte. Y te habla suave, te intenta tranquilizar sin conseguirlo.
- Cúbrete un poco. Ahora mismo viene la doctora.
Seguidamente, la citada, sonriente procede al examen.
- Tose… Tose así…
Nunca me convenció del todo el uso de esa medicación. Sabía que me facilitaría la vida evitándome los síntomas más desagradables de la menopausia precoz, pero igualmente conocía los riesgos de un prolongado tratamiento.
Pese a no tener antecedentes entre mi familia de la terrible e innombrable enfermedad, las historias de las amigas, sus madres y abuelas, se me aparecían como fantasmas para amargarme aún más el desagradable chequeo.
- Parece todo correcto –comenta-. Ahora veremos lo demás con la ecografía.
Me llevo muy bien con la doctora. Hemos caminado juntas desde hace más de veinte años. Sabe de mis amores y desengaños, mis amantes fijos y ocasionales, de mi matrimonio frustrado. Conoce mis fallidos intentos de tener un hijo, mi caída y mi recuperación. Mi vida toda.
Escuchando sus explicaciones se me hace más liviano el tormento, razón por la que gira hacia mí el monitor del ecógrafo.
- ¿Ves? Este es el ovario izquierdo, pequeñito –me explica-. ¡Veintidós con tres por veintiuno con uno! –eleva su voz para que su auxiliar anote en el informe.
A continuación, añade las medidas del otro, que es un poquitín más grande.
Retuerce la sonda en mi interior y me mira con afecto, como pidiéndome disculpas por las molestias que me causa.
- Ahora vamos a por el útero…
Y la veo abrir los ojos, fijando asustada la mirada. Frunce el ceño, extrañada. Rebusca una, dos, tres veces. Coloca la pantalla hacia sí, la aparta de mi vista.
Y en esos instantes la sangre se me para. No hay aire ni respiro. No existo. Nada.
Acaricia dulce mi mano derecha y me dice en un susurro:
- Cariño…
Yo, que siento que no siento, le pido suplicante una explicación muda.
De nuevo me muestra la indescifrable imagen. En el centro, levemente se distingue entre un mar gris de interferencias, el brillante parpadeo de un intenso latido.