Es Daniel un tipo sencillo, largo y
desgarbado; y más oscuro que las mismas noches que en esta orilla se contagian
de azul.
Lo encuentro sentado sobre la arena
y su figura destaca cual estatua de madera preciosa entre los granos de coral. A
sus pies extiende su pesca.
Tan bella es la captura: rosa suave
y luminoso; blanco y café; y en el interior el mar cautivo.
De sus manos a las mías, una a una sus
pulcrísimas caracolas y, al tiempo, me cuenta historias: La de él, las de
ellas.
Daniel creció en el pueblito. Se
crió entre pescadores y poco a poco vio su entorno cambiar. Camisetas,
bañadores, pulseritas o colgantes de piedra dominicana… chuminadas que hoy sus
paisanos tratan de vender a los turistas.
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Las
pesco yo mismo ahí cerca, ¿sabe?, con mi hermano –me dice mientras escojo una y
la coloco en mi oído-. Otros días ya me las habrían comprado los chicos, pero
la temporada está floja. Mírelas, están bonitas, ¿eh? Esta sale una vez al año
–indica un gigante ermitaño que vació con agua caliente.
Miro a todas embobada sin saber
decidir cuál entre el conjunto es la más hermosa.
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El
caracol rosado tiene un bicho delicioso, como de kilo y medio. Ahí mismo lo
preparan a la plancha –alza la mano hacia los pequeños barecitos-. Le aseguro
que si usted lo prueba, más nunca va a querer comer otra cosa.
La sencillez con la que me habla me conquista
y me abre el apetito de saber más.
-
Este
otro lo saco así –golpea la enorme concha sobre la arena-, y para éste necesito
un punzón.
Me siento junto a él y las manoseo
todas. Mis ojos disfrutan los colores, mis yemas las acarician, las acerco a mi
cara para sentir el suave roce en mi mejilla. Ahí están el caracol rosado, la
reina café y otros nombres que escapan a mi memoria.
Cierro los ojos para sentir su latido
y elijo la que se acompasa al mío, grave y profundo.
Daniel me informa los precios, me
promete una rebaja y sueño: un puñado de dólares y llevarme a casa el mar.
No lo dudo.
Un amplio apretón de manos y su
blanquísima sonrisa se suspende en el aire.