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Acelgas
–dice la pequeña oriental al tiempo que alarga un garabato al tendero-. Mi papá
dice que lleve acelgas.
Es
diminuta. No debe tener más de cuatro años pero es vivaracha y despierta. Sus
ojos rasgados como dos rayas en medio de su cara, su naricilla y sus dientitos
todos cariados acompañan a una luminosa sonrisa.
El
tendero lee la nota y asiente.
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¿Qué
cantidad?
Las
dos coletas se encojen de hombros:
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No
sé. Me ha dicho que quiere acelgas –insiste.
Dos
manojos de verduras son introducidos en la bolsa de plástico.
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¡Noooo!
–protesta la pequeña- ¡Mi papá quiere acelgas!
Los
presentes cruzamos miradas y sonreímos ante el pataleo.
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Mira
–le contesta paciente el verdulero-, esto son acelgas. Anda, llévaselas a tu
papá.
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No,
papá quiere eso –e insiste en que el tendero lea la nota.
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Aquí
dice A…CEL..GAS… -y muestra la prueba a los que allí estamos concurridos-.
Toma, llévaselas.
La
niña le arrebata con brusquedad la bolsa y, convencida del error, sale con paso
marcial de la tienda.
Yo
voy pidiendo mi kilo de tomates rojos para el gazpacho cuando veo una
exhalación en forma de niña china que entra y muy salerosa arroja la bolsa
llena sobre el mostrador de sandías.
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Esto
no son acelgas –casi grita-, mi papá quiere acelgas.
Vuelve
el silencio a la estancia y vuelven las sonrisas a nuestros rostros. Ella
entiende nuestro candor y sale corriendo de nuevo esta vez con las manos
vacías.
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¿Qué
será lo que quiere el chino? -nos preguntamos.
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Quizás
necesite puerros –apunta alguien.
Con
el suspense en el aire pago la compra y en el camino a casa encuentro a la pequeña
que retorna de la mano de su padre.
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Puerros,
zanahorias, espinacas… ¿qué demonios querría el chino? –me pregunto.
Texto: Esperanza Castro