Intentaba
respirar en centímetros cúbicos. El olor a fuel le resultaba totalmente
repugnante. Era como sentir que el veneno se le colaba a través de las aletas
de la nariz.
Los
pulmones a medio gas, tan solo intentando inyectar la mínima cantidad de aire
para sobrevivir. La vida se le iba soplo a soplo mientras, allá afuera, rugía
la tormenta.
Su
espalda encajada entre Juan y Pedro y todos, los dieciséis de la tripulación, que
apenas se podían mover en aquel espacio. Los goterones de sudor les caían sobre
las cejas, tal era el asfixiante calor, y a él no se le ocurría otra cosa que
pensar en María. Ella y su ardor, ella y su abrazo infinito, ella siempre ella,
no quería ni imaginar la posibilidad de no volver a acariciar su cuerpo.
Un
golpe de mar…
Su
mirada fue a cruzarse con la de Manuel acuclillado. Sus ojos paralizados
pidiendo auxilio en silencio. Los ojos de Manuel, los labios fruncidos de El
Chato, la mandíbula apretada de Josito. Todos, sus compañeros de siempre,
unidos por el contacto obligado del infortunio.
Alzó
la mirada. La escotilla cerrada impidiendo una filtración del agua que se
debatía allá fuera.
Exhaló
desesperanza y se sintió como un ladrón robando unos segundos de vida. Mas no
era ningún pecador, o quizás sí. A él le esperaba una reina ¿y a los otros? Uno
por uno repasó mentalmente la historia de cada cual. Quién podría decidir el
que merecía la salida, el viento en el rostro, el beso en los labios, la
caricia en el pelo. Nadie o todos, pero daba igual, aquello no era una partida
más de mus, aquello no era un juego y sí, quizás, el castigo que de alguna
forma u otra esperaba que ocurriera. Porque nadie puede ser tan feliz, nadie
puede tenerlo todo, nadie tiene el derecho de vivir sin mancha, sin castigo,
sin congoja.
La
madera cruje, es el lamento de la vieja nave. Y ellos… ellos abandonados en
brazos del azar.
Otro
golpe de mar…
Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro