Y un día tras otro la marca de su
carmín en el ticket del parking. Aquellos labios gruesos, carnosos, que me
sonreían mientras introducía su mano entre la bandejita metálica y el cristal, para
hacerme llegar el papelito hasta el interior de la pecera donde me encontraba.
Esperaba cada día aquel instante. Ese
gracioso caminar bajando la cuesta de entrada por donde entran los coches. Y yo
embobado esperando que me pasara el beso grabado en el trozo de papel.
Pero aquella mañana lluviosa llegaba
acompañada. Ella, a propósito del tiempo, se había calzado unas botas altas, de
tacón vertiginoso que la hacían parecer modelo de revista.
El suelo estaba ligeramente embarrado. El
calzado de caña alta le impedía el juego natural de los tobillos y, en un
instante, ella resbaló con el pie derecho, se apoyó sobre el izquierdo que
también falló y, ante el asombro e impotencia de su acompañante, se precipitó
sin remedio sobre el suelo del parking.
Su rostro se contrajo de dolor y
sentada, se agarró con fuerza el tobillo dañado. El hombre se agachó junto a
ella preocupado al tiempo que dejaba escapar una risa tonta.
-
¿Me
quieres decir de qué te ríes? ¿Eh? ¿Me lo quieres decir? – escuché que ella exclamaba
prácticamente gritando.
Comprendí que él era de ese tipo de
personas que no pueden contemplar una caída sin que les de la risa, un reflejo
incontrolable, algo imposible de aguantar, aunque la persona accidentada sea la
más querida.
Pero igual observé que trataba de
ayudarla a ponerse en pie, y que ella no podía del dolor, y que rechazaba una y
otra vez su mano tendida. No podía estar más fuera de sí.
Y yo allí, enjaulado en la pecera sin
poder hacer nada. Queriendo salir a ayudarla, a levantarla y llevarla en brazos
hasta el hospital, para que le revisaran ese tobillo, para que curaran su
dolor. ¿Qué hacer? Allí estaba él con ella lidiando aquel conflicto.
Sentía como si una cadena me fijara a
la silla; como un pez que boquea preso en la red y que morirá sin remedio; como
un animal rendido y sin libertad. Atendía la cola infinita de pagos como una
autómata: un ojo en la caja y otro sin desviar la atención del accidente. ¿Cómo
podría abandonar el puesto en ese momento?
Por fin ella se dejó ayudar. El que supuse
su marido, o su novio, o su vete a tú saber qué, comenzó a tirar de la larga
bota, lenta, muy lentamente porque la hinchazón del tobillo dificultaba la
tarea. Ella se mordía el labio inferior mientras dos lagrimones se deslizaban
mejillas abajo. Se incorporó abrazada a él y, con breves saltos, fue capaz de
llegar hasta donde estaba aparcado su coche.
Abrió su bolso, sacó el ticket y lo
sujetó con un gesto mecánico entre sus labios pintados, extrajo el monedero y se
lo tendió a él junto al papelito que cada día me llenaba de ilusión.
El se situó al final de la cola y yo
esperé a que el desencanto asomara por la rendija de mi pecera.
Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro