Octubre
de 1992, aeropuerto de Islamabad (Pakistán)
Yo
ya no podía más. Allí presa dentro del avión no lograba comprender por qué nos
hacían esperar otra hora para el despegue. Una hora más encima de las dos horas
de vuelo Madrid-Londres, tres horas en Heathrow, y otras siete arriesgando
la vida con la PIA que nos trasladó desde Londres hasta Islamabad, donde debíamos
pasar cinco que se convirtieron en siete y el control de seguridad más
exhaustivo que he tenido que sufrir en mi vida donde mujeres cacheaban a las mujeres
metiendo sus manos en todo el cuerpo.
Sentada
en uno de los asientos centrales del gran Boeing, no podía percibir lo que
pasaba al borde de la pista. Había visto de refilón una tarima y unas banderas pero
a mí lo que me inquietaba era mi propio cansancio y la urgencia de cubrir el
último tramo del viaje con destino Pekín.
Mi
mirada iba de mi reloj al pasillo a los asistentes de vuelo a mi reloj a la
señal de cinturones abrochados a mi reloj a la cara de mi marido a mis uñas a
mi reloj de nuevo… cuando mis oídos escucharon una marcha militar.
De
nuevo miro a mi marido y ambos nos encojemos de hombros. No tenemos ni idea de
lo que está pasando.
Finalmente,
después de otro periodo de tiempo difícil de calcular hoy, se anuncia el cierre
de puertas y las instrucciones para el despegue. Respiré. Sólo quedaban otras
siete horas hasta Pekín.
Cuando
el avión llegó a la altura de vuelo, el piloto nos comunica por
megafonía que el señor Nelson Mandela pasará por la nave a saludar a todos
los viajeros.
No
me alcanzan las palabras para describir lo que allí se organizó. La mayoría del
pasaje era de origen paquistaní y el resto grupos de turistas. En ese mismo
instante cada cual se olvidó de su propio cansancio y se transformó en un ser
cuyo deseo último era tocar a Mandela. Todos, menos yo.
Allí
permanecí sentada, como estatua de sal, enfurruñada y agotada, y hasta temerosa
de que aquella revolución produjera un accidente en vuelo.
Recuerdo
a la gente agolpándose en los pasillos, gritando palabras que no podía
comprender, las manos alzadas aplaudiendo con fervor, nombres de ciudades
flotando en el aire (una voz repitiendo sin parar “Girona next to Barcelona”)…
y también a él con la sonrisa eterna en los labios estrechando cada una, y
digo, cada una de las manos que se tendían a su paso.
Por
fin llegó hasta la fila en la que me ubicaba. Nelson Mandela se paró y me
miró con curiosidad. No entendía por qué yo me comportaba de manera diferente,
por qué estaba yo allí sentada y no de pié, callada y sin gritar, con gesto
agrio y no sonriendo como lo hacía el resto de mis compañeros de viaje.
-
- Don´t you say me anything?
Muda
le alargué la mano. No había entendido la pregunta, y aún hoy me pregunto qué
me quiso decir, sólo sé que en mi ofuscación no fui capaz de calibrar la
grandeza de la persona que tenía delante por la única “sinrazón” de un retraso
horario. Qué necia.
Tiempo después de sobrevolar el Himalaya y el desierto del Gobi aterricé en Pekín.
Entonces, y sólo entonces, cuando la tensión había desaparecido de mi cuerpo,
fui consciente del regalo que se me había presentado. Y me sentí mal, muy mal,
pero ya nada podía hacer. Lo único que me quedaba era pedir disculpas en
silencio a aquella grandísima persona que, desde aquel momento y por siempre, fue para nosotros “Nuestro amigo Nelson”.