La verja de la entrada estaba
entreabierta. Dentro un conjunto de plantas, como si fuera un diminuto vivero,
hacían corro alrededor de un pequeño patio.
Me asomé y me salieron al paso dos
hombres que lejos habían dejado ya la edad de jubilación.
- ¿Es
esto un vivero? –pregunté.
- No,
pero se venden plantas. Desde hace muchos años que aquí se venden plantas. ¿No
nos conocía usted?
Les explico que hace demasiado tiempo
que no visito el distrito. Que tuve familia que vivía allí, en la calle Azcona,
pero que ya no, que se habían mudado hacia la otra punta de Madrid.
- No
me diga que se fueron –interviene el más alto-. En este barrio no dejamos
escapar a las mujeres guapas.
- Cuando
esto sucedió, yo ni tan siquiera era una mujer –contesto pasando de puntillas
sobre el halago que agradezco con una sonrisa.
El del piropo se despide con una
carcajada y me quedo con el que me servirá de guía en la visita.
- Pues sí, cuarenta años hace que estamos
aquí. Ya ve usted, casi una vida.
Sigo interesada su conversación al
tiempo que mi vista se divierte entre las plantas.
- ¿Cuáles
tienen ahora flor? –digo deteniéndome ante las más luminosas.
- Pues
las de ahí: ciclámenes, clavelinas, alguna margarita…
- Me
gustan los pensamientos –mi cuerpo se inclina para observar su color de
terciopelo.
- Son
interesantes… y duros…
- ¿Aguantarán
las heladas?
- Cuanto
más frío mejor.
- ¿Y
qué precio tienen?
- Imposible
de evaluar, los pensamientos no tienen precio –bromea. Y nos reímos de su
ocurrencia-. Dos euros cada uno.
Un poco caros, pienso, pero no puedo
darme la vuelta y desperdiciar el momento.
- ¿Y
usted dónde vive ahora? –me pregunta curioso.
- Allá
en el norte, en la salida de la ciudad.
- Ah,
ya conozco esa zona. Es buena zona, sí señor. Por ahí hay muchas casas de
socialistas.
Lo miro perpleja pero guardo el
silencio necesario para que continúe.
- Es que yo le vendo a todo el mundo,
¿sabe?
Asiento.
- Hay
que llevarse bien con los unos y los otros, al fin y al cabo esto es un
negocio. Nunca tuve problemas con nadie.
- Inteligente
postura –le adulo.
- Cierto,
no como hacen ahora, que andan todo el día con dimes y diretes –añade
estirándose con orgullo y, saltando de un tema a otro añade: Yo siempre he vivido
en el barrio del Retiro…
- Ahí
es donde vive mi madre…
- La
gente insiste en que me traslade aquí, pero yo prefiero aquello. Ya conozco a
la comunidad y, como le digo, yo me llevo bien con todos.
Mi mirada sigue sin despegársele,
intuyo que lo que ha de venir es tan invaluable como los pensamientos que
vende.
- Allí son todos directores, grandes
ejecutivos, generales, el único pelángana soy yo… pero, ya le comento, no tengo
problemas con nadie.
A estas alturas no dudo de su palabra.
- Es que no le he contado pero, en mi
comunidad vive la Infanta. ¡Menudas medidas de seguridad! Son una lata. Pero
fíjese la confianza que nos tenemos los vecinos que en la comunidad de
propietarios tuvimos que firmar yo que sé qué cosas y un general le dijo a la
policía: “Por este firmo yo”. Así, como se lo estoy diciendo. Claro que yo
también les correspondo… hasta el punto de que he firmado un papel donde les
digo: “Todo lo que hagáis me parece bien, aunque lo hagáis mal”.
Vuelvo a reír ya totalmente conquistada
y me pongo en cuclillas para observar aún más cerca las flores.
- No se crea –insiste-, yo también tuve
un puesto de mucha responsabilidad en el antiguo gobierno –sospecho y acierto
que se refiere al antiguo régimen-, pero lo dejé todo por mi pasión –toma con
cuidado uno de los tiestos-. ¿No cree usted que hay que seguir lo que a uno el
corazón le dicta?
Miro sus ojillos y asiento una vez más.
No me parece oportuno contarle a este hombre que eso, exactamente eso, es lo
que estoy haciendo desde hace ya unos minutos.
Concentrada en los bellos pensamientos
le pregunto cuántos me he de llevar para la jardinera de mi balcón. Cuatro, me
dice, y le creo. Escojo uno violeta con amarillo pálido, otro blanco con unas
pinceladas de añil, el tercero azul intenso y el cuarto un amarillo oro para
contrastar el conjunto. El hombre me sugiere que cambie ese último por otro con
mejor aspecto.
- Váyase usted tranquila, verá cómo
crecen y relucen en su balcón.
No lo dudo y añado:
- Volveré otro día y le contaré qué tal
me fue con sus pensamientos.
Antes de darle la espalda, nos guiñamos
un ojo con picardía.
Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro