¿Qué color tienen las palabras?

¿Qué sílaba definirá el trazo?

¿Qué imagen para expresar un sentimiento?

viernes, 1 de agosto de 2014

La avenida

                                                 
Bajó el escalón y al pisar el andén se detuvo, cerró los ojos y escuchó el sonido de las puertas. Tomó aire e intentó calmar la mente pero, a continuación, miró el reloj: faltaba algo menos de media hora para la cita, y no le llevaría ni la mitad recorrer el camino andando hasta allí.

Las paredes de mármol se mostraban como lápidas de cementerio; un cortejo la precedía; su olfato creyó percibir el mirto. Su visión se perdió en el punto donde se cruzan los raíles. Entre la bruma húmeda, pegajosa y resbaladiza a la vez,  se estremeció.

Salió a la calle y dirigió la vista hacia el final de la avenida. Los edificios inclinados acercaban unos a otros sus cabezas, como árboles que flanquean una carretera formando un túnel frondoso. Al fondo no había luz.

La gente se dirigía a sus trabajos, caminaban deprisa; algunos, nerviosos, miraban el reloj como lo había hecho ella hacía unos minutos; otros, peatones y autos, se saltaban los semáforos; y los menos esperaban pacientes su luz verde.

Ella giró sobre sus pies y enfrentó la estación. Dio un paso, dio otro, se detuvo, tomó aire de nuevo y, dándole la espalda, comenzó a caminar con paso firme hacia el final de la avenida.

De frente una madre empujaba un cochecito. Este parecía un carro abarrotado de mercancías: en la cesta bajo el bebé un paquete de pañales, una bolsa con naranjas y otras frutas, dos latas de leche en polvo y una pequeña manta de angora que arrastraba una de sus esquinas barriendo la calle.

Cruzando la acera a su altura, una pandilla de niñas en uniforme esperaba la apertura del colegio. Hablaban, gritaban, reían, se enseñaban unas a otras pulseras de plástico.

Se detuvo para sacar el móvil del bolso. Miró la pantalla. No había llamadas. Ni mensajes. Nada.

Al lado del colegio la cruz verde de una farmacia llamó su atención. Sintió su parpadeo como un latido. Se paró. ¿Cruza y compra o lo deja para cuando salga de allí? Mejor cruza, quién sabe, o no, mejor a la vuelta.

Tres pasos más adelante encontró una ferretería. Miró el reloj, faltaban veinticuatro minutos. Pegó la nariz al cristal del escaparate y su vista viajó sobre los objetos. Contempló los alicates: los de punta fina para apresar pequeños cables, los de punta dentada y con los extremos forrados de plástico que facilitan el giro de tuercas, los de corte para alambres…

Le llegó un fuerte olor a café. Miró una vez más el reloj: aún veintidós minutos antes de la cita. Pensó que le vendría bien tomar una tila, pero recordó las indicaciones y no lo hizo. En la terraza del café distinguió un grupo de señoras mayores peinadas en peluquería, con sus pelos cardados y plis en diferentes tonos de morado y azul, como un ramillete de violetas. ¿Qué pensarían ellas? ¿Qué harían si les tocara decidir? Cómo le gustaría saber sus opiniones, seguir sus consejos.

Una luz dorada la cegó por un instante. Los rayos afilados se reflejaron en las ventanas para caer sobre ella cortantes. El espectro se clavó en su retina y el mundo se volvió ocre, velado, nauseabundo.

Un semáforo en rojo frenó su paso. Tan rojo como el vestido que llevaba la pequeña que lloraba tratando de escapar de su madre. Esta la reñía, intentaba que la niña no se tirara al suelo, no pataleara, no ensuciara su impecable vestido rojo.






Cruzó el semáforo y sin detenerse, miró de nuevo la pantalla del móvil. No había llamadas. Ni mensajes. Nada. Entonces sí se detuvo, giró la cabeza y vio la estación allí, como una mole taponando el inicio de la avenida. Treinta segundos, un minuto, o quizás más, no supo cuánto tiempo estuvo así, mirando la estación. Pero otra vez prosiguió caminando hacia adelante.

La plaza en la que desembocaba la avenida era abierta y ventosa, con unos bloques bajos de granito gris que bordeaban las aceras. Los tronquitos frágiles de unos árboles recién plantados hacían esfuerzos por sobrevivir. En el centro se erigía una imagen de la Virgen con el Niño en sus brazos. La contempló. El rostro dulce del pequeño contrastaba con el hieratismo de la madre. Se santiguó tres veces y cruzó para tomar la calle que se escondía en el otro extremo de la plaza.

Era estrecha, umbría. Las fachadas se descubrían ajadas, las paredes mostraban desconchones, y algunas un blasón antiguo oculto por mil capas de pintura. Casi todas tenían  un balcón que algún día estuvo adornado por flores; las jardineras estaban desiertas.

Una pareja de enamorados se despedían con un beso largo en la esquina. Pisó su sombra estampada en el suelo.

En el portal del número cinco la botonadura de un portero automático. Dirigió el índice de la mano derecha hacia el botón que indicaba tercero A sin llegar a pulsarlo. Retrocedió tres pasos, miró de nuevo el móvil. La pantalla mostraba el mismo estado que la última vez que la miró. Después miró el reloj: faltaban diecinueve minutos y catorce segundos.

Dirigió la mirada hacia la imagen de la plaza. Se santiguó tres veces. Pulsó el botón que indicaba el tercero A. El mecanismo de la puerta la abrió. Y ella atravesó el umbral.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

martes, 27 de mayo de 2014

El Gran Premio

Las primeras luces se filtraron a través de la persiana. Anna las observó y sintió que el pecho se le ensanchaba y que la presión comenzaba a remitir.

Le asustaba la oscuridad. Desde hacía años necesitaba pastillas para conciliar el sueño. Su efecto le proporcionaba las horas suficientes para aguantar el día, pero el tiempo entre su amanecer y la salida del sol se le hacía interminable.

Se incorporó y de un salto abandonó la cama. Como cada mañana lo primero que hizo fue mirarse al espejo. Las bolsas de los ojos eran algo menos visibles que las de los otros días. Sonrió. Ese sábado se celebraba el Gran Premio, ese mismo día Margot, su magnífica yegua, se alzaría con la victoria.

Desde muy pequeña le habían visto maneras. Fue una potrilla espigada, altanera, llena de brío, alegre y muy veloz. Sobresalía entre los demás y ella se encaprichó nada más verla trotar en el prado.

Llevaban un año entrenándola, trabajando codo con codo con el jockey que la montaría. No podía fallar, no tenía rival a su altura, por eso respiraba confiada.

Se asomó a la ventana y vio el sol. El cielo lucía de azul brillante, no se distinguía ninguna nube. Sonrió de nuevo, la jornada se adivinaba perfecta.

Ojeó los titulares del periódico disfrutando del aroma de su primer café. En la portada aparecía un pequeño titular anunciando la gran carrera. Rápidamente se dirigió a la sección y allí la encontró: Margot entre los favoritos. Era la revelación, la gran esperanza de la temporada.

-  ¿Cómo has dormido, cariño? –le preguntó su marido acariciándole una mejilla-. Imagino que estarás hecha un manojo de nervios.

-  Imaginas bien.

-  Tienes que tomártelo con calma, cielo. Veo que guardas demasiadas expectativas y luego…

-  Es que tengo razones para tenerlas –contestó tajante.

Él lo dejó ahí, si no terminarían discutiendo. Siempre sucedía cuando Anna se levantaba así de tensa, se volvía irascible.

El agua corrió para calentarse mientras ella observaba su silueta en el espejo. Ya no le satisfacían sus formas; sus brazos, sus hombros, sus piernas conservaban la flexibilidad, los músculos permanecían definidos pero la piel comenzaba a perder el tono de tiempos pasados. Tan solo sus pies aún mostraban los destrozos de antaño. Se morirían así.

Entró en su vestidor. Era acogedor, amplio; las paredes estaban pintadas de un rosa suave y empolvado. Los bolsos, los sombreros y joyas, se encontraban perfectamente ordenados en estanterías, cajas y cofres de diferentes tamaños. Entre algunas fotografías en las que se encuentra con Margot, se esconde una descolorida donde se puede ver a una bailarina muy joven sobre un escenario sujetando un hermoso ramo de flores. 

Eligió un vestido vaporoso y un par de zapatos sin tacón. Sobre su cabeza un sencillo tocado. Su pelo corto mostraba su cuello largo y elegante, sin adornos.

El gentío se acumulaba ante la puerta principal. Esa imagen siempre le había gustado, le producía una extraña emoción, como si mil hormigas le subieran desde los pies.

Allí estaba el mozo, esperándolos en la zona de propietarios. Su sonrisa amplia mostraba tensión, ansiedad y la misma ilusión que la invadía a ella.

- Está preparada. Parece que siente que va a ganar –manifestó emocionado.
-  Quiero verla –añadió ella corriendo hacia la cuadra.

La luz del sol mostraba una Margot brillante, luminosa. Su capa parecía cobre recién bruñido. Era una pura sangre alazana, hija de padres campeones, de una inmejorable genética.

La yegua relinchó al verla y ella cerró los ojos para escucharla. Al abrirlos se encontró con la mirada del animal. Parecía que se entendieran, que entre ambas existía una gran complicidad. Desde el principio sintió que algo muy fuerte la unía a Margot, por eso creyó que ella captaba su deseo, su hambre de victoria.

La gente se saluda en el paddock. Intercambian sonrisas estúpidas y palabras hipócritas. Se desean suerte y se dicen aquello de: “que gane el mejor” cuando en realidad deben soñar con su propia gloria.

Los caballos se muestran nerviosos en la línea de salida. Anna trata de distinguir a Margot a través de sus prismáticos y, después de unos minutos, la ve cabeceando nerviosa, luchando con las riendas con que el jinete intenta controlar “su espíritu indómito”. Abandona la imagen sonriendo y recorre con la mirada la pista. Siente un leve escalofrío provocado por la brisa húmeda que ha comenzado a soplar arrastrando un puñado de nubes.
-          
-         - Espero que no se ponga a llover –su voz tiembla al oído de su marido.
-         
          - No parecen nubes de lluvia –responde tranquilo.

El pistoletazo de salida da lugar a un pequeño caos. El jockey de Margot la orienta en la pista y consigue situarla entre los primeros lugares. Debe evitar que la encierren. Como jinete experimentado tiene diseñada paso a paso la estrategia a seguir.

Recorridos los primeros metros de la prueba, la caída de un azabache afecta a otros cuatro caballos. De ellos solo dos son capaces de seguir en competición. El grupo se alarga, se vuelve mucho menos compacto y llega a romperse dejando cinco caballos comandando la carrera. Margot se encuentra entre ellos, va perfectamente situada guardando las fuerzas para acometer el sprint final. Anna grita excitada su nombre desde la grada.

Gotas de lluvia han comenzado a caer formando en la pista un fino barrillo. El número de participantes se ha reducido importantemente. Además de los caídos, hubo otros que abandonaron por falta de fuerzas para subsistir en la fortísima competición.

Margot aguanta en el grupo de destacados y logra colocarse en segunda posición. Anna grita fuera de sí, brinca, aplaude, no puede soportar la tensión.

Faltando pocos metros para el final, la yegua pierde pie, se desploma. Su jinete la sobrevuela y patina sobre el resbaladizo suelo. Anna se siente desfallecer. El sonido de las voces le llega amortiguado, las piernas ya no la sostienen, la luz se torna penumbra.

Como una sonámbula corre hasta el borde de la pista. Quiere saltar, llegar junto a la yegua pero se lo impiden. Alarga la mano desesperada.

La cara de Margot se muestra contraída, los ollares abiertos. El sudor empapa al animal, sus mucosas están inyectadas en sangre.
-          ¡¡¡Margot!!!

La yegua aterrada la mira, patea convulsivamente e intenta levantarse. Es inútil.

La caña astillada asoma por debajo de su rodilla delantera derecha, el casco se ha revirado. La sangre mana empapando la arena.

Con los nudillos blancos aferrados a la valla que las separan, Anna ve cómo el animal lucha, y mueve de un lado para otro su cabeza negándose a admitir los que sus ojos le muestran. En el fondo de su garganta se ahogan los gritos.

El hipódromo alienta la recta final. Ella no escucha más que los relinchos de la yegua herida. La visión del veterinario empuñando una inyección letal la hunde definitivamente en la noche.

El ganador cruza la meta. La carrera ha terminado.




Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

martes, 7 de enero de 2014

Extraña relación

Extraña relación esa que tienes conmigo
fruto en parte del amor que siento.

El tinte raro de tu mirada azul
va, viene, vaga entre la pena y la risa.

Tu miedo corta
el hilo de esperanza de atarte a mí.

Mirándote no me reconoces,
palpas el aire pero no respiras,
caminas hacia el infierno
que tú mismo has elegido.

Rechazas mi mano.

Vives muerto.




Texto: Esperanza Castro

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