¿Qué color tienen las palabras?

¿Qué sílaba definirá el trazo?

¿Qué imagen para expresar un sentimiento?

lunes, 20 de junio de 2011

S.F.F.

Relato retirado temporalmente del blog por encontrarse en concurso literario. Disculpen las molestias.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

miércoles, 8 de junio de 2011

La Cocina

Era aquella casa la cocina.
Todo se daba en la amplia, luminosa, acogedora cocina.
Como centro neurálgico de la vida familiar, allí no sólo se desayunaba, comía, cenaba, era además, sala de visitas, permanente cafetería, casino donde se jugaban los garbanzos al julepe o salón de comilonas y fiesta para veinticinco.

En el centro, una mesa de madera castellana. Con sus diez sillas de enea y tachuelones de hierro en los respaldos. Gran mesa con alas. Siempre desplegadas.
En una pared, un armario de obra con puertas de madera que algunos años eran verde manzana, otros color caramelo, otros blancas. Para guardar los platos de cristal ámbar, los vasos transparentes de Duralex, las medicinas del abuelo, las bandejas metálicas para sardinas, jureles, pulpo, las ollas de los callos del quince de agosto, fotografías, tabaco, la cestilla para remendar los calcetines, cuando aún se remendaban calcetines.
Más allá, un esquinazo para el fregadero y los fogones. Y una cafetera italiana perennemente haciendo café.
En aquella casa, en aquella cocina, en aquél fogón, siempre el cálido olor a café.
Uno para recibir de la siesta, para aliviar la resaca, para brindarle al que quisiera pasar por la puerta siempre abierta. Porque en aquellos tiempos, las puertas de las casas siempre estaban abiertas.
Sobre los fogones, una especie de chimenea. Y la campana extractora más trabajadora de la historia de la Humanidad.
Y una repisa con un gran mortero de piedra que a todos enamoraba y que es hoy reliquia.
De frente, la nevera, grande e insuficiente para enfriar todo.
Abrirla en la mañana del quince de agosto suponía riesgo de cataclismo.
La tarta de milhojas hacía equilibrios sobre el salpicón de marisco. Este se daba codazos con el bienmesabe. La coca-cola intentaba asomar la nariz entre las botellas de vino blanco.
El que se atrevía, la volvía rápidamente a cerrar para no oír gritos. Los de dentro y los de fuera.
En el mismo corazón de la estancia, la columna. Vertebral de aquella casa hecha a pedazos. Como testigo de generaciones, de los años, de las edades.
Y unas rayitas en su cara sur. Registro inmemorial del crecimiento. De la ilusión del encuentro estacional, como el más imparcial juez del quién llegó más alto.
Lindando con la cocina, o mejor, casi dentro de la misma, un dormitorio. Pequeño, con dos camitas y un secreter. Y con una ventana. La ventana que daba al pasillo que conducía a la cocina. Reminiscencia de la estructura de la antigua casa que, mucho más pequeña, terminaba allí. Ventana que, como confesionario, albergaba en aquellos veranos las conversaciones telefónicas de amores adolescentes, que actuaba como refugio y lugar de paz acallando la algarabía del hogar siempre concurrido.
Y sobre ella, sobre la cocina, una buhardilla que era otra habitación.
Con otras dos camas donde dormía con su hermana y sus dos primas.
Entre esas dos paredes y ese tejado tantas confidencias compartidas. Tantas pasiones idealizadas, fingidas, ciertas. Tantos secretos comunes que a ellas parecieron extraordinariamente singulares.
***
Un grito despierta la mañana. Las gaviotas en tierra anuncian que hoy no habrá playa y el olor del café invita a levantarse, a espabilar, a reencontrar la familia allá abajo, en la cocina.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro
 

martes, 7 de junio de 2011

Palacio de Verano

Hoy estreno casa. Estrenamos.
Hoy cumplo una ilusión. Cumplimos.
Hoy, como ricos, inauguramos la segunda vivienda, nuestro Palacio de Verano, donde vendremos a perdernos, a refugiarnos y a llenarnos, sobre todo, de color.
Nunca he sido caprichosa con las casas, podrían mis muebles permanecer impertérritos colocados en el mismo sitio durante veinte años, como así es, y mi poca creatividad en ese sentido me hace sospechar que, aún mudándome al Polo Norte, terminaría -con horror- haciendo una réplica de lo que tengo hoy día. Soy así.
Pero entonces, digo, inauguramos casa. Y como ya he confesado mi desastre en cuanto a la decoración, he hecho el mejor fichaje que podría. Aunque, ¡qué caramba!, ¡el fichaje ya lo hice a los catorce años!
A nuestros catorce años quiso el azar colocarnos en el mismo curso. Dentro de un grupo de cuarenta, dentro, a su vez, de un instituto que cada año formaba a dos mil jovencitas. Y entre esas dos mil, cuatro cabecitas alocadas pero responsables, estudiosas, se unieron para cumplir pero también para reír como sólo se ríe uno cuando tiene catorce años y toda una vida por delante.
No voy a aquí a confesar cuántos cumples llevamos celebrados. Tantos multiplicados por cinco, pues una más se nos unió para siempre en el camino. Ellas y yo lo sabemos y eso nos basta, sólo quiero decir que somos la envidia de muchos, porque pocos pueden presumir, como nosotras, de haber caminado, compartido, reído y hasta llorado tanto tiempo juntas.
Por eso, cuando imaginé una nueva casa pensé en ella -¿quién mejor habría de decorarla?- y allí, entusiasmada, la encontré.
Iremos colocando muebles y cuadros, y tendremos siempre listo un café para quien se le antoje, simplemente, asomarse por aquí.
Nuestra nueva casa será colorida y luminosa. Donde yo dibujaré las letras y ella escribirá el color.


Texto: Esperanza Castro

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