¿Qué color tienen las palabras?

¿Qué sílaba definirá el trazo?

¿Qué imagen para expresar un sentimiento?

viernes, 21 de diciembre de 2012

Parte de Navidad


“… tendremos diez grados bajo cero en Montreal… el cielo estará parcialmente nuboso en Getafe y Madrid y se respirará denso “smog” en la Ciudad de México… con lluvias débiles y aisladas sobre la catedral de Burgos y Colmenar Viejo… sofocantes treinta y siete grados en la ciudad de Asunción… nubes dispersas sobre la bahía de La Concha y el Golfo de México… dieciséis grados en la ciudades catalanas de Reus, Barcelona y Girona… muy nuboso sobre la Basílica del Pilar, el volcán Popocatepetl y la capital de España… ambiente húmedo en el Río de La Plata y Caracas… sol radiante y veinticinco grados en Antigua Guatemala… en torno a los quince en Los Ángeles y A Coruña… las cumbres de Sierra Nevada se dejarán ver con claridad… la ciudad de Guayaquil hervirá bajo treinta y cuatro grados …”

Frío, calor, lluvia, sol, nieve, niebla…

Desde este lugar queremos soplar… soplar… soplar… un viento cargado de esperanza, amor, felicidad, ilusión, alegría, paz y sueños, muchos sueños, que alcance a todos los rincones desde los que nos acompañáis y nos habéis acompañado a lo largo de este año 2012.


¡¡¡FELIZ NAVIDAD Y MÁS FELIZ 2013!!!





Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

jueves, 6 de diciembre de 2012

Raimundo, Rey Mago


Conocí a mi vecino Raimundo antes incluso de que lo fuera.

Entré en su casa llamada por un “Se Vende”. Me la mostró entusiasmado. El tamaño, sus tres dormitorios, la zona (“…en la que no se oyen las ambulancias, se lo puedo jurar…”), todo coincidía con la vivienda que mi hermana, que era la que había descubierto el cartel al pasar, y yo estábamos buscando.

-        Le prometo que es un barrio tranquilo –prosiguió Raimundo haciéndonos el artículo- tanto que nosotros vendemos este piso porque necesitamos una casa más grande pues mi suegra se viene a vivir con nosotros, pero nos mudamos ahí atrás.

Seguíamos alegremente su cháchara. El hombre era muy simpático.

Nos pidió que esperáramos un momento y al rato volvió con unos planos entre las manos. Los extendió sobre la mesa del comedor y allí nos mostró los pisos que estaban construyendo justo en el bloque de al lado.

Nos despedimos diciéndole que su piso era bonito pero que el precio era quizá un poco alto para lo que estábamos dispuestas a pagar.

Al salir de allí, mi hermana, que para estas cosas siempre ha tenido mucha más vista que yo, me sugirió que fuéramos a ver los pisos nuevos, los que el mismo Raimundo nos había mostrado. Terminamos comprando uno de tamaño mediano, algo más pequeño que el de Raimundo, y de esta manera fue como mi vecino se convirtió en mi vecino.

Pero no vendría a contar hoy yo esto si la historia se hubiese quedado en esta anécdota.

La zona en la que yo vivo, que veinte años más tarde ya no es tan tranquila, vive en torno al Hospital Ramón y Cajal.

Como es habitual, alrededor de los hospitales es muy difícil encontrar aparcamiento, sobre todo en las horas centrales del día, y esta dificultad se ha convertido para un puñado de inmigrantes subsaharianos en su modo de subsistir.

Cada hombre tiene asignado un trozo de calle, o un puesto libre entre dos coches, a veces dos comparten un hueco. Corren arriba y abajo, disputan un cacho de acera, luchan la moneda de euro que, se supone, les dará el conductor al terminar de aparcar. 

La vida de estos hombres, a los que imagino durmiendo en el suelo de veinte en veinte, es muy dura. Están ahí desde las seis de la mañana, cuando empiezan a llegar los primeros coches, y no se van hasta el cierre de visitas al hospital. Frío bajo cero estos días, calor de cuarenta en el verano.

Pero, al menos los de mi calle, tienen un rey mago. Todos los días Raimundo les baja pan, fiambre, una pieza fruta. Todos los días, mi vecino les proporciona un algo para superar la vida de la calle.

Médico jubilado, esposo y padre cariñoso, abuelo tierno de una niña adoptada en África, Raimundo es capaz de llamar a estos hombres por su nombre.

Ayer, regresando de darle un paseo a mi perrita, Raimundo y su mujer me adelantaron cargados de bolsas de supermercado. Al cruzar el patio que forman los edificios, pude ver cómo mi vecino reía abrazado a cuatro de ellos.

¿Cómo podrían mis palabras describir la imagen?

Creo que en lo que primero que pensé fue en la Navidad. En esta época en la que todos pretendemos ser mejores, más generosos y alegres y cariñosos.

Pero no, aún no es Navidad, y sin embargo él hace que lo parezca, porque cada uno de los días del año mi vecino Raimundo se viste de Rey Mago.


Texto: Esperanza Castro

lunes, 19 de noviembre de 2012

Con brazos infinitos


CON BRAZOS INFINITOS


Hoy quisiera abrazaros con brazos infinitos enroscados

a los cuellos, aferrada para contaros lo que os quiero,

para deciros que vuestro dolor es mi pena,

que vuestro castigo es el mío,

que hoy me he sentido vosotros más allá de todo sentimiento.


Porque me cuesta imaginar lo que he escuchado,

porque no soy capaz de creer que ya no hay nada,

porque no quiero soñar que lo soñado no es más que humo,

un humo que se escapa entre los años compartidos,

entre las horas de café y confidencias mezcladas

con lágrimas y enormes sonrisas contagiadas.


No puedo creer que ya no quede nada

de lo que construyeron, de lo nuestro.

No puedo creer, mas no me queda otra que creerlo.

***

(Escrito a las tres de la madrugada de la transición entre el viernes y el sábado pasado, después de una cena con queridos amigos y excompañeros de "mi empresa". A todos ellos está dedicada.)

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Miedo



Desabrigada como estoy sudo, siento calor, un calor interno que me sube desde el pecho hasta las orejas.

No sé qué hago aquí. No sé qué hago ni aquí, ni en este mundo, ni en esta ciudad tan repleta de ruido.

Suena un piano. La melodía es asfixiante, tan asfixiante como el calor que siento, el que hace ahí fuera, calor de noviembre tan extraño.

Miro a mi alrededor. Las paredes están empapeladas, llenas de letras, con párrafos que quieren ser versos y que a mí no me parecen.

Y esa melodía, ese martillear del piano… qué agobio. Me pregunto qué hago aquí, qué pretendo.

Siento vértigo antes de entrar, un desdichado vértigo, pánico, miedo. Miedo a ser vieja, miedo al error, miedo al camino, miedo al paso, miedo al vacío.

lunes, 22 de octubre de 2012

Tiempo de pensamientos


La verja de la entrada estaba entreabierta. Dentro un conjunto de plantas, como si fuera un diminuto vivero, hacían corro alrededor de un pequeño patio.
Me asomé y me salieron al paso dos hombres que lejos habían dejado ya la edad de jubilación.
-  ¿Es esto un vivero? –pregunté.
-  No, pero se venden plantas. Desde hace muchos años que aquí se venden plantas. ¿No nos conocía usted?
Les explico que hace demasiado tiempo que no visito el distrito. Que tuve familia que vivía allí, en la calle Azcona, pero que ya no, que se habían mudado hacia la otra punta de Madrid.
-  No me diga que se fueron –interviene el más alto-. En este barrio no dejamos escapar a las mujeres guapas.
-  Cuando esto sucedió, yo ni tan siquiera era una mujer –contesto pasando de puntillas sobre el halago que agradezco con una sonrisa.
El del piropo se despide con una carcajada y me quedo con el que me servirá de guía en la visita.
-  Pues sí, cuarenta años hace que estamos aquí. Ya ve usted, casi una vida.
Sigo interesada su conversación al tiempo que mi vista se divierte entre las plantas.
-  ¿Cuáles tienen ahora flor? –digo deteniéndome ante las más luminosas.
-  Pues las de ahí: ciclámenes, clavelinas, alguna margarita…
-  Me gustan los pensamientos –mi cuerpo se inclina para observar su color de terciopelo.
-  Son interesantes… y duros…
-  ¿Aguantarán las heladas?
-  Cuanto más frío mejor.
-  ¿Y qué precio tienen?
-  Imposible de evaluar, los pensamientos no tienen precio –bromea. Y nos reímos de su ocurrencia-. Dos euros cada uno.
Un poco caros, pienso, pero no puedo darme la vuelta y desperdiciar el momento.
-  ¿Y usted dónde vive ahora? –me pregunta curioso.
-  Allá en el norte, en la salida de la ciudad.
-  Ah, ya conozco esa zona. Es buena zona, sí señor. Por ahí hay muchas casas de socialistas.
Lo miro perpleja pero guardo el silencio necesario para que continúe.
-  Es que yo le vendo a todo el mundo, ¿sabe?
Asiento.
-  Hay que llevarse bien con los unos y los otros, al fin y al cabo esto es un negocio. Nunca tuve problemas con nadie.
-  Inteligente postura –le adulo.
-  Cierto, no como hacen ahora, que andan todo el día con dimes y diretes –añade estirándose con orgullo y, saltando de un tema a otro añade: Yo siempre he vivido en el barrio del Retiro…
-  Ahí es donde vive mi madre…
-  La gente insiste en que me traslade aquí, pero yo prefiero aquello. Ya conozco a la comunidad y, como le digo, yo me llevo bien con todos.
Mi mirada sigue sin despegársele, intuyo que lo que ha de venir es tan invaluable como los pensamientos que vende.
-  Allí son todos directores, grandes ejecutivos, generales, el único pelángana soy yo… pero, ya le comento, no tengo problemas con nadie.
A estas alturas no dudo de su palabra.
-  Es que no le he contado pero, en mi comunidad vive la Infanta. ¡Menudas medidas de seguridad! Son una lata. Pero fíjese la confianza que nos tenemos los vecinos que en la comunidad de propietarios tuvimos que firmar yo que sé qué cosas y un general le dijo a la policía: “Por este firmo yo”. Así, como se lo estoy diciendo. Claro que yo también les correspondo… hasta el punto de que he firmado un papel donde les digo: “Todo lo que hagáis me parece bien, aunque lo hagáis mal”.
Vuelvo a reír ya totalmente conquistada y me pongo en cuclillas para observar aún más cerca las flores.
- No se crea –insiste-, yo también tuve un puesto de mucha responsabilidad en el antiguo gobierno –sospecho y acierto que se refiere al antiguo régimen-, pero lo dejé todo por mi pasión –toma con cuidado uno de los tiestos-. ¿No cree usted que hay que seguir lo que a uno el corazón le dicta?
Miro sus ojillos y asiento una vez más. No me parece oportuno contarle a este hombre que eso, exactamente eso, es lo que estoy haciendo desde hace ya unos minutos.
Concentrada en los bellos pensamientos le pregunto cuántos me he de llevar para la jardinera de mi balcón. Cuatro, me dice, y le creo. Escojo uno violeta con amarillo pálido, otro blanco con unas pinceladas de añil, el tercero azul intenso y el cuarto un amarillo oro para contrastar el conjunto. El hombre me sugiere que cambie ese último por otro con mejor aspecto.
Váyase usted tranquila, verá cómo crecen y relucen en su balcón.
No lo dudo y añado:
-  Volveré otro día y le contaré qué tal me fue con sus pensamientos.
Antes de darle la espalda, nos guiñamos un ojo con picardía.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

viernes, 12 de octubre de 2012

La bebedora de absenta


Nada más simple, compleja, más pobre y rica a la vez.

El alma en carne viva si te acercas: El magnífico entramado de un lienzo sin imprimar, la pobreza reflejada en su economía extrema, la tela que chupa el óleo, los colores insertados hasta formar el todo.

Y ella, La Bebedora de Absenta, flaca, azul, seria, ensimismada… Una mano sujeta su barbilla y la otra, con infinito abrazo, acaricia al tiempo un hombro y su costado. ¿En qué piensa? ¿Qué observa así abrazada? ¿Qué la sobrecoge? ¿Quién la rodea en su soledad?

El cabello recogido en un moño me hace dudar: no es puta, no es señora. ¿Quién es esta mujer que de azul viste y azul bebe? ¿Dónde la encontró el pintor? ¿La conoció? ¿La amó?

No sé cómo, pero yo al verla supe que él a su manera la quiso y que, quizá, hasta la amó.






Texto: Esperanza Castro
Imagen: ¿De quién?

domingo, 7 de octubre de 2012

En el parque

Caminas y caminas y le buscas, ¿dónde está? ¿A qué hora, en qué momento saldrá a pasear?


Las piedritas del parque se meten en tus zapatos. Esos de purpurina tan cómodos pero tan poco apropiados, los que la gente te mira al pasar.

Tu perro parece incómodo, ¿quién sabe si adivinará? Tiene prisa por llegar a casa pero cuando te paras respira, recibe ávido el descanso e intenta juguetón, de un salto, lamerte el rostro.

El parque está muy seco, hace semanas, meses que no llueve. No hay flores, el césped más parece un secarral. Nadie lo nota o no parece notarlo. Los mayores caminan, los niños juegan, las ramas brotan. Son casi las dos de la tarde, el parque está vivo y a ti te parece un desierto.

***

Estás de nuevo en el parque.

Después del encuentro de ayer, sueñas con verlo de nuevo “de súbito, por sorpresa y correteando”, como él mismo te dijo. Te sientas a esperar como quien espera un milagro.

Lo sientes en el aire, silencioso. Se ha acercado con esa única e inequívoca cadencia, tan suya.

Le sonríes, te sonríe, no sentís rubor al mostraros.

Os quedáis callados… o no… Tu perro, su gata, la tortuga de Mafalda. Os reís. Calláis. Silencio. No es incómodo el silencio.

Un pájaro trina sobre vuestras cabezas, entabla diálogo con otro que lejano parece responder. Sois los pájaros. Sois ellos, los árboles que brotan, los niños que juegan, hasta los mayores que salen a caminar.

Los segundos se atropellan y tú debes volver a casa. Él se despide con prisas como si le esperaran. A ti la comida puesta, a él nada más su gata.

 
 
Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

martes, 2 de octubre de 2012

Yo tengo un palomo


Quizás algún día llegue a tener setecientos amigos en Facebook. De momento, tengo un palomo en mi ventana. Sí, un palomo que vino a refugiarse en el poyete y que parece que se ha quedado. Se ha quedado con la repisa y hasta con la vista del patio.

El palomo es gris, como todos los palomos, pero bajo la lluvia tiene un aspecto abandonado que me causa tristeza. O pena. O ganas de que se quede y que sea mi palomo. Ganas de acogerlo, de adoptarlo pero, ¿cómo se adopta un palomo?

No le doy de comer, de momento. Pero igual me regala sus cagaditas en el alféizar para que los demás sepan que ese lugar es suyo. O eso me imagino yo.

Me gusta tenerlo, me gusta mirarlo, me gusta ver cómo sus plumas salpican de lluvia mis cristales recién limpiados.

¿Es el palomo mi amigo? No sé, lo único que sé cierto es que cada mañana viene y se posa y se sacude las gotas de agua, y me quita la vista y me regala a cambio una mirada sobre mi cama.

Texto: Esperanza Castro

viernes, 14 de septiembre de 2012

Para cada amor...

Retiro este relato temporalmente porque ha sido enviado a concurso.

Si alguno de vosotros se quedó sin leerlo y sigue interesado, me puede escribir al correo personal o dejar aquí un comentario solicitándolo.

Muchas gracias.


 


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

jueves, 30 de agosto de 2012

Homenaje a Montalbano


¾  ¡Eres un ángel, Adelí! –exclamó el comisario mientras disfrutaba cómo la tinta de los pulpitos inundaba de sabor su boca.

Montalbano había decidido pasar ese mediodía por casa a comer la exquisitez que le había dejado preparada su asistenta pues la Trattoria Enzo, en la que acostumbraba a almorzar, estaba cerrada por la defunción de la madre.

Tenía ante sí una fiesta: un poco de ricotta con aceitunas, un plato mediano de caponattina y una generosa fuente de pulpitos guisados con cebolla en su propia tinta.

Pensaba que si se lo comía todo, la pesadez de la digestión le obligaría a una enorme siesta pero, ¡vaya!, la tarde se mostraba muy tranquila en la comisaría y se podría regalar ese momento de descanso.

Contemplando el mar desde su terraza de Marinella iba a introducir el enésimo trozo de ricotta cuando éste se quedó a medio camino entre el plato y la boca.

Una luz, como un parpadeo, una ráfaga en medio del mar captó su atención. Era extraño, las dos y cuarenta minutos de un soleado día y aquella luz.

Parecía una señal, un código. La miró fijamente, intentó sin conseguirlo descifrar un lenguaje secreto.

Entró como rayo en casa para buscar unos prismáticos. Allí encontró los que le habían entregado en su primera instrucción hace… ¿cuántos años? Mejor no sometería a sus neuronas a semejante esfuerzo; evitar la depresión en esos días le obsesionaba.

La imagen a través de las lentes de aumento le mostró una barquita; sobre la barquita un hombre que sujetaba un farol; el farol que mostraba y tapaba con un trapo un hombre sonriente.

¾  ¿Y este gilipollas? ¿Se puede saber a qué coño está sonriendo?

Su mirada se dirigió hacia la costa siguiendo la línea imaginaria entre el estrafalario tipo y el punto donde, supuestamente, estaban recibiendo e interpretando el festival de luces.

¾  ¡Santo Cristo, qué mujer! – exclamó levantándose cual resorte de la silla sobre la que estaba repantingado - ¡La mismísima Belucci!

Allí estaba el bellezón: mujer de carnes prietas, muslos de acero, abundante pecho con canalillo; larga y brillante cabellera negra, labios gruesos maquillados de sensual carmín, ojos de profundo azabache…

Montalbano creyó conocerla pero… no, su abotargada cabeza le impedía localizar en ese momento la identidad de la diosa.

Sin embargo, lo que sí le permitía era observar sus movimientos: inclinada sobre la baranda mostraba su generoso escote al tiempo que sus manos extendían puñados de besos imaginarios hacia el lejano punto de luz.

¾  Una escena de amor pasada de moda –razonó el comisario- pero, ¿para qué tanta parafernalia? ¿Quién es ella? ¿Quién es él?

Su pensamiento voló de la escena hacia la caponattina y a la botella de vino que tenía ante sí,  luego a las curvas de la mujer y se encontró pensando en Livia, allá en el Norte, y comenzó a divagar entre las diferencias de las féminas sicilianas y aquellas que habitan en el frío extremo de su mismo país.

***

Al despertar de la siesta llamó a Fazio:

¾  ¿Comisario? ¿Sí? Pero Comisario, ¿no nos dejó dicho que se tomaba la tarde libre?

¾  Fazio, no me toques los cojones, toma nota y averíguame esto.

Unas horas más tarde, ya con el ocaso, Fazio desplegaba frente al comisario su libretita de notas:

¾  Se trata de la familia Zambrotta: establecida en Marinella desde…

¾  ¡Fazio! – Montalbano no tenía ni ganas ni paciencia para escuchar la retahíla de datos del Registro Civil que seguro tenía anotados en la infame libretita su ayudante.

¾  Perdone, comisario, perdone… voy al grano. Lo que le quería decir es que es una familia afincada en esta zona desde hace más de un siglo. En la casa vive Don Aureliano Zambrotta con su hijo Giuseppe. Don Aureliano se encuentra desde hace más de veinte años confinado a una silla de ruedas…

¾  ¿Y eso? – interrumpió el comisario.

¾  Un caso que no se llegó a esclarecer del todo. Oficialmente se cayó de un caballo; las malas lenguas dicen que lo hicieron caer.

¾  Ah… ya…

¾  El asunto es que el hijo, Giusseppe, ha contratado desde hace unas semanas a Simonetta Grifone, una joven de aquí, de Vígata, para cuidar al anciano.

La imagen de la joven Simonetta volvió claramente a los ojos del comisario y se puso nervioso.

¾  ¿Algo más?

¾  Sí, comisario. Me han dicho que la muchacha tiene un novio, Tonino, que la ama… ¿cómo diría yo?... excesivamente.

¾  ¿Excesivamente?

¾  Es peor que el mismísimo Otello.

El comisario aceptó la versión de aquel amor obsesivo y controlador, y que daba respuesta a las señales luminosas y los besos enviados por el aire entre los dos amantes. Sin embargo, su olfato de perro viejo le decía que allí había algo más y, por ello, ordenó a Galluzzo vigilar los movimientos de la casa y alrededores durante un par de días.

***

¾  Así que el hijo se marcha de la casa en el momento que Simonetta entra por la puerta.

¾  Sí, en el  mismísimo momento –afirmó Galluzzo.

¾  No se queda nada de nada.

¾  Ni un minuto, comisario.

Montalbano guardó silencio. La ardorosa escena entre el hijo y la muchacha que él mismo se había imaginado quedaba completamente descartada.

¾  Y dices que la mujer sale a cumplir el ritual del balcón justo al llegar, después de comer y a media tarde.

¾  Exacto, y se va de la casa cuando regresa el joven Giusseppe.

¾  ¿Y la barca? ¿Qué hace la barca entre saludo y saludo?

¾  El novio navega hasta el puerto y se ocupa, digamos, entre señales. Hace unas horas aquí y otras allá, ya sabe mi comisario cómo están las cosas. De noche trabaja en uno de los muelles de descarga y duerme entre el primer y el segundo saludo. Se ven muy poco.

¾  Ya…

Algo seguía sin encajar en la cabeza del comisario. Quizás fuera la exageración de los gestos, la efusividad de aquellos besos imaginarios, la propia imagen de una mujer (¡y qué mujer!) joven con un novio al que ve menos que si lo hubiese conocido por internet. No, decididamente tendría que acercarse a oler aquello él mismo.

***

Desde aquí inicio mi humilde homenaje a un autor (Andrea Camilleri) y su personaje (Salvo Montalbano) que tan buenos momentos me han hecho y me siguen haciendo pasar.

Este texto pretende ser un relato breve, como un mini-caso de Montalbano, que me gustaría fuese continuado por la comunidad que me visita. ¿Os atrevéis? ¡Vengaaaaa!

Y aquí lanzo el guante y pregunto: ¿Qué está pasando en la historia? ¿Qué verdad se oculta tras los efusivos saludos entre los amantes?

(Especialmente dedicado a mi amiga Marión, que desde Montevideo comparte la misma pasión siciliana que yo).

 

Texto: Speranza Castrinelli

 

 

domingo, 5 de agosto de 2012

La única mesa...

Este relato ha sido temporalmente retirado por haber sido enviado a concurso.

Disculpad las molestias.



Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

viernes, 13 de julio de 2012

Acelgas


-          Acelgas –dice la pequeña oriental al tiempo que alarga un garabato al tendero-. Mi papá dice que lleve acelgas.

Es diminuta. No debe tener más de cuatro años pero es vivaracha y despierta. Sus ojos rasgados como dos rayas en medio de su cara, su naricilla y sus dientitos todos cariados acompañan a una luminosa sonrisa.

El tendero lee la nota y asiente.

-          ¿Qué cantidad?

Las dos coletas se encojen de hombros:

-          No sé. Me ha dicho que quiere acelgas –insiste.

Dos manojos de verduras son introducidos en la bolsa de plástico.

-          ¡Noooo! –protesta la pequeña- ¡Mi papá quiere acelgas!

Los presentes cruzamos miradas y sonreímos ante el pataleo.

-          Mira –le contesta paciente el verdulero-, esto son acelgas. Anda, llévaselas a tu papá.

-          No, papá quiere eso –e insiste en que el tendero lea la nota.

-          Aquí dice A…CEL..GAS… -y muestra la prueba a los que allí estamos concurridos-. Toma, llévaselas.

La niña le arrebata con brusquedad la bolsa y, convencida del error, sale con paso marcial de la tienda.

Yo voy pidiendo mi kilo de tomates rojos para el gazpacho cuando veo una exhalación en forma de niña china que entra y muy salerosa arroja la bolsa llena sobre el mostrador de sandías.

-          Esto no son acelgas –casi grita-, mi papá quiere acelgas.

Vuelve el silencio a la estancia y vuelven las sonrisas a nuestros rostros. Ella entiende nuestro candor y sale corriendo de nuevo esta vez con las manos vacías.

-          ¿Qué será lo que quiere el chino? -nos preguntamos.

-          Quizás necesite puerros –apunta alguien.

Con el suspense en el aire pago la compra y en el camino a casa encuentro a la pequeña que retorna de la mano de su padre.

-          Puerros, zanahorias, espinacas… ¿qué demonios querría el chino? –me pregunto.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

miércoles, 4 de julio de 2012

Una novela. Capítulo I.


No podía apartar la mirada. No podía dejar de contemplar su cara inerte sobre la cama.

No era un rostro dormido. No era, como otras veces, la observación de su profundo sueño. Se trataba, sin embargo, de la visión de la muerte; de una muerte inquietante y sosegada.

Mil veces había imaginado ese momento. Se había visto a sí misma desesperada, rota por el dolor, abandonada a la orfandad de su presencia.

Mas, ¡qué distinto era todo! Ni tristeza, ni pena, menos aún lástima. Un vacío de sensaciones, de sentimientos, le regalaba una calma inesperada.

Escuchó el silencio. La incesante quietud que la rodeaba. Ni su latido ni el de él. Claro, ¡qué latido esperaba si estaba muerto! Y ella, ¿también ella estaba muerta?

Se miró las manos y observó la sangre palpitando en sus venas. No, no estaba muerta. Estaba viva y serena, dueña y señora, mujer, persona.

Posó de nuevo los ojos sobre el cuerpo de él y sintió ganas de orinar. Por primera vez un sonido: El chorrillo del líquido al caer sobre el agua del fondo de la taza.

Al rato percibió un pequeño hueco en el estómago. Caminó hasta la cocina y conectó la cafetera antes de coger la galleta que mordisqueaba cada mañana.

El aroma del café le despertó el olfato. Se sentó con el tazón en una mano y la galleta en la otra, y su mirada se paró sobre la mesa. Ahí estaba aún la mancha, el círculo desteñido de acetona que no le había dado tiempo de salvar aquella tarde en que decidió pintarse las uñas de verde.

Vagó entre la cerámica siciliana que él le había regalado, el mate argentino y los cacharritos de la India, la jarra almeriense y el simpático calendario de Praga, ese que tenía ratoncitos colocados para indicar cada uno de los días de la semana.

Se incorporó con pereza, le pesaban las piernas demasiado. Caminó por el pasillo y llegó hasta allí, hasta el pie de la cama en donde lo había dejado.


Texto: Esperanza Castro

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