¿Qué color tienen las palabras?

¿Qué sílaba definirá el trazo?

¿Qué imagen para expresar un sentimiento?

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Samba, bossa nova, carnaval

Miro absorta como la arena juega con mis dedos, mis pies. El agua viene y va y allí al fondo los dos morros, dos montes como dos ánimas, uno avanzando retrayéndose el otro, el mayor protegiendo al joven que, miedoso, no se atreve a lanzarse al mar.
Como nosotros, como tú, como yo; yo arrastrándote y tú frenándome; tú velando por mí, yo dejándome querer por ti.
Y me siento en la orilla deseando que una de esas terribles olas me lleve, me haga desaparecer, pues sin mi “irmao”, sin mi igual, no soy más que un trozo de nada, otro morro cualquiera plagado por pequeñas favelas, nula mi personalidad.

Samba

Mi vista se pierde en la playa y mi memoria en aquel carnaval, en el desenfreno de un año que llegó para cambiar mi existencia toda.
Qué azar nos llevó a aquella fiesta. No recuerdo. Qué juego, qué estrellas, qué…
La música en mis oídos, y la risa; el baile en mi cuerpo, y el sudor, y tus manos. Mi cuerpo, tu tez, nuestras pieles, dos colores.
El calor, el sexo, la humedad nos envuelven, y tu mirada cómplice que dice: “vámonos, mi negriña”, y escapamos a esta playa, poblada e íntima y allá arriba, bien arriba, nos observa, nos bendice O Cristo Redentor.
-       Me quedaré contigo para siempre –susurraste. Para siempre.
Tu boca, mi vientre, tus manos, mi pelo. Amor de mí, de ella, de la ciudad entera.
Amor de sus gentes que son mis gentes, amor de alegría y placer, amor de amor.
La simbiosis perfecta de un sentimiento mutuo.


Bossa nova

Epidemia. Terrible palabra en tus oídos cobardes, noticias de la enfermedad que azota sin piedad la ciudad amada.
Tu rostro desencajado mira sin ver el mío, la mente trastornada pensando sólo en huir. La cruda verdad que sin misericordia me rompe la vida y de paso, sin saberlo, también la tuya.
-       Me asfixio –lloraste. Cuán dispares mi tristeza y tus lágrimas-, trata de comprenderme, no puedo seguir aquí.
¿Quién osa renunciar al paraíso?
-       Cobarde –imploré–, nos dejas -y me ahogué.
-       Ven conmigo –suplicaste mientras tus manos atenazaban las mías que frías, desangradas como toda yo, trataban de aferrarse a ti sin querer entender lo que estaba pasando.
Qué vacía invitación, sonó tan cruel. Sabiendo como sabías mi completa invalidez lejos de aquí.
-       Quédate con todo –deseabas el divorcio de esta ciudad, el nuestro propio– quiero asegurarme de que no te falte nada.
-       Nada -repetiste–, nada -palabras que ensordecen mis oídos mientras sigo con perdida mirada los mecánicos movimientos que preparan con urgencia tu maleta, mi mortaja.
Orgullosa y valiente me acerco al abismo, al ventanal desde el cual los contemplo. Y los veo allí, dos montes, Dois Irmaos, que apoyados el uno sobre el otro parecen llorar.
Doy la espalda a tu mirada y tu voz temblorosa murmura “volveré”, la que es tu última mentira y mi clara certeza del fin.

Carnaval

Sonrío en mi despertar al ritmo de los tambores que acompasan la alegría de mi ciudad, hoy sana y recuperada.
Observo divertida la vibración que producen en la superficie de mi vientre que se abulta por la presión de sus piernecitas.
Es carnaval y de nuevo el delirio lo inunda todo.
No he vuelto a saber de ti pero eso ya no importa pues la oquedad de tu ausencia se cubrió con entrega, cuidados y la certeza de la inminente llegada de la vida a mi vida.



Ilustraciones: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro


lunes, 19 de septiembre de 2011

A los pies de La Maliciosa

El jueves compré unos nardos.
Cuatro varas de nardos y tres lirios. Malvas. Los lirios malvas y los nardos blancos.
Me sorprendió el olor del blanco, dulce, intenso, delicioso, tan difícil de describir como complicado es dibujar con palabras cualquier olor.
Estos días al despertarme me invade su aroma. Me gusta tener flores frescas en casa, en mi habitación, en el salón. Esta afición la adopté hace dos años, cuando el cuerpo comenzó a pedirme naturaleza.
A partir de ésa tengo una especie de veneración por lo natural. El mar siempre, el campo, las montañas ahora, los ríos, lagos, eternamente los volcanes. Por eso desde hace unos meses se me ha antojado el deseo de abandonar la gran ciudad. No es que sea una obsesión, ni tan siquiera lo veo muy claro, pero cada vez encuentro más ruidosa mi casa, más contaminada, más alejada de lo que mi cuerpo reclama.
Durante mis cuarenta y siete años he afirmado que Madrid es mi lugar, que soy urbanita por encima de todo, que me gusta tener al alcance de la mano cines, teatros, museos, bares, restaurantes, tiendas… todo lo que esta locura de ciudad ofrece. Pero ya no. Sí pero no. Sigo queriendo su oferta cultural, su ambiente, su vida, pero quizás ahora lo quiera en pequeñas dosis, o quizás lo quiera sólo cuando yo lo quiera.
Por eso he comenzado a escaparme un día a la semana. Llevo dos domingos consecutivos subiendo a la Sierra, a El Boalo, a la finca donde mi hermana Elvira trabaja con los caballos. Con caballos y niños y adultos que tienen problemas de psicomotricidad. Una preciosa labor para la que hay que valer y, además, tener vocación.
Le llegó esta vocación de la mano de la que siempre creyó que era para toda su vida, la de veterinaria especialista en équidos. Después de veinte años de sanar, amar a estos bellísimos animales, le asaltó la pasión por ayudar a personas discapacitadas utilizando las bestias como amables herramientas.
Verla en esa ocupación me asombra. Y me enorgullece. Y me dan ganas de ayudar. Y me pesa la alergia que el pelo de los caballos me produce. Una alergia que causa asma hasta el punto de impedirme respirar. Pero no lo descarto del todo. Ayudar, digo. No sé, algo se nos terminará ocurriendo, me imagino colaborando… y escribiendo. O contando cuentos. Yo qué sé, algo.
Y sigo contando que a mí ese sitio, al pié de La Maliciosa y La Pedriza, me da paz.
Me levanto los domingos alegre pensando en mi solitaria caminata, y me calzo unas zapatillas que no imaginaron que iban a terminar en éstas, con lo vaga que yo soy para estas cosas.
Avanzo saboreando paso por paso, aunque haga calor y los tábanos se empeñen en cebarse en mí, aunque mi peluda de cuatro patas se rinda a media ruta tumbándose en la senda, aunque tenga que cargar con sus tres kilos todo el camino de vuelta.
Luego, en el antiguo vagón de tren, me espera mi Coca Cola, y mis patatitas fritas, y la compañía. El mejor premio para el esfuerzo que, cada domingo, me parece más liviano.
Nota: Por si queréis cotillear www.caminosdeherradura.com

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