¿Qué color tienen las palabras?

¿Qué sílaba definirá el trazo?

¿Qué imagen para expresar un sentimiento?

sábado, 7 de diciembre de 2013

Nuestro amigo Nelson

Octubre de 1992, aeropuerto de Islamabad (Pakistán)

Yo ya no podía más. Allí presa dentro del avión no lograba comprender por qué nos hacían esperar otra hora para el despegue. Una hora más encima de las dos horas de vuelo Madrid-Londres, tres horas en Heathrow, y otras siete arriesgando la vida con la PIA que nos trasladó desde Londres hasta Islamabad, donde debíamos pasar cinco que se convirtieron en siete y el control de seguridad más exhaustivo que he tenido que sufrir en mi vida donde mujeres cacheaban a las mujeres metiendo sus manos en todo el cuerpo.

Sentada en uno de los asientos centrales del gran Boeing, no podía percibir lo que pasaba al borde de la pista. Había visto de refilón una tarima y unas banderas pero a mí lo que me inquietaba era mi propio cansancio y la urgencia de cubrir el último tramo del viaje con destino Pekín.

Mi mirada iba de mi reloj al pasillo a los asistentes de vuelo a mi reloj a la señal de cinturones abrochados a mi reloj a la cara de mi marido a mis uñas a mi reloj de nuevo… cuando mis oídos escucharon una marcha militar.

De nuevo miro a mi marido y ambos nos encojemos de hombros. No tenemos ni idea de lo que está pasando.

Finalmente, después de otro periodo de tiempo difícil de calcular hoy, se anuncia el cierre de puertas y las instrucciones para el despegue. Respiré. Sólo quedaban otras siete horas hasta Pekín.

Cuando el avión llegó a la altura de vuelo, el piloto nos comunica por megafonía que el señor Nelson Mandela pasará por la nave a saludar a todos los viajeros.

No me alcanzan las palabras para describir lo que allí se organizó. La mayoría del pasaje era de origen paquistaní y el resto grupos de turistas. En ese mismo instante cada cual se olvidó de su propio cansancio y se transformó en un ser cuyo deseo último era tocar a Mandela. Todos, menos yo.

Allí permanecí sentada, como estatua de sal, enfurruñada y agotada, y hasta temerosa de que aquella revolución produjera un accidente en vuelo.

Recuerdo a la gente agolpándose en los pasillos, gritando palabras que no podía comprender, las manos alzadas aplaudiendo con fervor, nombres de ciudades flotando en el aire (una voz repitiendo sin parar “Girona next to Barcelona”)… y también a él con la sonrisa eterna en los labios estrechando cada una, y digo, cada una de las manos que se tendían a su paso.

Por fin llegó hasta la fila en la que me ubicaba. Nelson Mandela se paró y me miró con curiosidad. No entendía por qué yo me comportaba de manera diferente, por qué estaba yo allí sentada y no de pié, callada y sin gritar, con gesto agrio y no sonriendo como lo hacía el resto de mis compañeros de viaje.
-          
       - Don´t you say me anything?

Muda le alargué la mano. No había entendido la pregunta, y aún hoy me pregunto qué me quiso decir, sólo sé que en mi ofuscación no fui capaz de calibrar la grandeza de la persona que tenía delante por la única “sinrazón” de un retraso horario. Qué necia.

Tiempo después de sobrevolar el Himalaya y el desierto del Gobi aterricé en Pekín. Entonces, y sólo entonces, cuando la tensión había desaparecido de mi cuerpo, fui consciente del regalo que se me había presentado. Y me sentí mal, muy mal, pero ya nada podía hacer. Lo único que me quedaba era pedir disculpas en silencio a aquella grandísima persona que, desde aquel momento y por siempre, fue para nosotros “Nuestro amigo Nelson”.









martes, 12 de noviembre de 2013

Me caso

Y ahora cómo se lo digo se me retuercen las tripas me dan ganas de ir al baño pero no me puedo dejar llevar por la ansiedad cómo se lo digo por dónde empiezo con lo serio lo que grita cuando se cabrea que hasta se han llegado a quejar los vecinos de arriba y también los de abajo pero esos me dan igual porque bastante les hemos aguantado nosotros con esas fieras de niñas que tienen no quiero pensar que hubieran sido niños pero ahora que lo pienso pues qué más da porque cuando un niño o niña sale retorcido pues sale retorcido yo siempre he sido la rebelde “rebelde sin causa” me llamaba mamá y yo creo que tampoco era tanto que más bien era una niña buena lo que pasa es que me jodía tener que hacer todo el rato lo que me mandaban aunque fuera una auténtica estupidez pero qué mal se lo va a tomar qué mal se lo va a tomar porque nunca le gustó Oscar siempre le pareció un vago un vivalavirgen un hombre que se aprovechaba de las mujeres pero yo sé que no es así porque yo lo he visto currar como una bestia pero él no y no y no y no se fía de mi palabra porque cree que le miento o que me tiene engañada y que él es el que verdaderamente lo ha calado que él es el que le ve el auténtico rostro y por eso porque soy su niña pequeña porque me quiere proteger pero qué proteger si cuando me he ido yo de viaje él no estaba que me he ido con mochila y he dormido en parques y me las he tenido que arreglar sola él no estaba pues se había ido con mamá de viaje que me parece muy bien que no digo yo que no pero porqué se tiene que meter en mi vida si yo no me meto en la suya pero no sé por dónde empezar porque que Oscar y yo hemos decidido casarnos se lo tengo que decir igual y a lo mejor se niega a ser mi padrino pues que se ponga como se ponga que yo ya veré a quién se lo pido lo mismo se lo digo a Pepe que para eso es mi hermano mayor que le he aguantado toda la vida haciéndome putadas y que ya es hora de que me las pague todas juntas pues sí a lo mejor hasta paso de papá porque llevarle de padrino con cara de ajo tampoco me apetece nada pero qué disgusto para mamá que es una santa que lleva años aguantándole sus ataques de genio y es la que escucha las quejas de las vecinas estoicamente cuando en realidad es él el que tenía que dar la cara como en esta ocasión coño que soy su única hija vale que he tenido con él mis encontronazos pero en esta ocasión la de mi boda debería de hacer una excepción y mostrarse comprensivo aunque no le guste Oscar aunque siempre haya pensado que es un vago pues ahí va se lo digo y se lo digo y que salga el sol por Antequera.




Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

jueves, 31 de octubre de 2013

Lo demás no cuenta

A lo largo de esta tarde, yo querría que lloviera
pa recordar un pasado y pa pedirle que vuelva.
Que vuelva con toda el agua y el azul de su tristeza,
esa tristeza que embarga, esa tristeza que merma.
Y que duele, y que daña, y que rompe, y que tiembla,
y que reduce a escombros toda la naturaleza.
Para resurgir de nuevo sobre la tierra yerma,
eso le pido a esta tarde, eso, lo demás no cuenta.





Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

jueves, 3 de octubre de 2013

Canción de Luna

Luna es tan alta como ninguna

Negra luna color de aceituna

Luna blanca cubierta de espuma

Qué sueña luna, luna que acuna

Luna que llora y ríe de una

Luna, mi Luna, mi tierna Luna 





Texto: Esperanza Castro
Ilustración: Silvia Sanz

miércoles, 17 de julio de 2013

El Ticket

Y un día tras otro la marca de su carmín en el ticket del parking. Aquellos labios gruesos, carnosos, que me sonreían mientras introducía su mano entre la bandejita metálica y el cristal, para hacerme llegar el papelito hasta el interior de la pecera donde me encontraba.

Esperaba cada día aquel instante. Ese gracioso caminar bajando la cuesta de entrada por donde entran los coches. Y yo embobado esperando que me pasara el beso grabado en el trozo de papel.

Pero aquella mañana lluviosa llegaba acompañada. Ella, a propósito del tiempo, se había calzado unas botas altas, de tacón vertiginoso que la hacían parecer modelo de revista.

El suelo estaba ligeramente embarrado. El calzado de caña alta le impedía el juego natural de los tobillos y, en un instante, ella resbaló con el pie derecho, se apoyó sobre el izquierdo que también falló y, ante el asombro e impotencia de su acompañante, se precipitó sin remedio sobre el suelo del parking.

Su rostro se contrajo de dolor y sentada, se agarró con fuerza el tobillo dañado. El hombre se agachó junto a ella preocupado al tiempo que dejaba escapar una risa tonta.

-  ¿Me quieres decir de qué te ríes? ¿Eh? ¿Me lo quieres decir? – escuché que ella exclamaba prácticamente gritando.

Comprendí que él era de ese tipo de personas que no pueden contemplar una caída sin que les de la risa, un reflejo incontrolable, algo imposible de aguantar, aunque la persona accidentada sea la más querida.

Pero igual observé que trataba de ayudarla a ponerse en pie, y que ella no podía del dolor, y que rechazaba una y otra vez su mano tendida. No podía estar más fuera de sí.

Y yo allí, enjaulado en la pecera sin poder hacer nada. Queriendo salir a ayudarla, a levantarla y llevarla en brazos hasta el hospital, para que le revisaran ese tobillo, para que curaran su dolor. ¿Qué hacer? Allí estaba él con ella lidiando aquel conflicto.

Sentía como si una cadena me fijara a la silla; como un pez que boquea preso en la red y que morirá sin remedio; como un animal rendido y sin libertad. Atendía la cola infinita de pagos como una autómata: un ojo en la caja y otro sin desviar la atención del accidente. ¿Cómo podría abandonar el puesto en ese momento?

Por fin ella se dejó ayudar. El que supuse su marido, o su novio, o su vete a tú saber qué, comenzó a tirar de la larga bota, lenta, muy lentamente porque la hinchazón del tobillo dificultaba la tarea. Ella se mordía el labio inferior mientras dos lagrimones se deslizaban mejillas abajo. Se incorporó abrazada a él y, con breves saltos, fue capaz de llegar hasta donde estaba aparcado su coche.

Abrió su bolso, sacó el ticket y lo sujetó con un gesto mecánico entre sus labios pintados, extrajo el monedero y se lo tendió a él junto al papelito que cada día me llenaba de ilusión.

El se situó al final de la cola y yo esperé a que el desencanto asomara por la rendija de mi pecera.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

miércoles, 3 de julio de 2013

Yo tengo un palomo (segunda parte)


Sigo sin tener setecientos amigos en Facebook, pero continúo teniendo un palomo en mi ventana. El mismo palomo, o su hermano, o el cuñado del que el 2 de octubre pasado me hacía escribir una entrada en este mismo blog cargada de nostalgia y hasta cariño.
El palomo sigue siendo gris, como todos los palomos, pero hoy ya no me causa tristeza sino más bien unas ganas irreprimibles de hacer caldo con su carne prieta.
Ya no quiero acogerlo, ya no quiero adoptarlo, ¡¡¡quiero que abandone ya el alféizar de mi ventana!!!
Me lo tiene tapizado de cagaditas y ahora le está dando por golpear y ulular y requeteulular hasta despertarme con el amanecer.
Sigue creyendo que el lugar es suyo y ¡¡¡nooo!!!
No quiero tenerlo, no quiero mirarlo, no quiero ver sus repugnantes plumas salpicando los cristales de mi ventana.
Ahora, ese que en octubre me regalaba ternura, despierta en mí hondos sentimientos que me acercan al asesinato.
¿Me compraré un palomo de peluche para abrazarlo y disfrutarlo y echaré a este sin remordimientos como Betilón me recomendaba?
¿Pondré en el alféizar un rollo de tela de gallinero para evitar que se siga posando siguiendo el sabio consejo de Cañuelito?
Ya me dijo Silvia que detrás de esa apariencia celestial se escondía ¡¡¡un monstruo!!! Comienzo a considerar seriamente lo del espantapájaros.
¿Coloco bolsas de plástico como me sugería Noemí?
Aún no me ha puesto huevos como a Marion pero me viene a la mente sembrar un ciento de cactus.
Quizás termine subiéndome al tejado o al árbol donde han anidado para exterminar los huevos, los polluelos y a la madre que los parió a todos.
Siento que el romanticismo que me provocaba ha desaparecido, ha volado como deseo fervientemente que haga él.
No me trae ningún mensaje, o no lo oigo, o no lo entiendo, pero tampoco me quiero parar a interpretar su ulular porque puede que, si me paro, a lo mejor comprendo su tristeza, su soledad, y entonces tendré al palomo hasta el día del juicio final.



P.D.: Este verano estoy sufriendo las siete plagas de Egipto. Pero eso lo dejo para otro día que para bichos ya hemos tenido bastante.

Texto: Esperanza Castro

viernes, 19 de abril de 2013

A oscuras



Me tumbé de espaldas cuan larga soy. Mi mirada se paseó por el encalado techo hasta colgarse de la lámpara y cerré los ojos.
No sabía qué ponerme ni qué le gustaría a él. Quién puede saberlo en un primer encuentro.
¾                     Una cita a ciegas –me dije, e instintivamente tomé la cinta de raso que días antes había comprado y me la coloqué sobre los ojos ciñéndomela fuertemente para asegurar así la total oscuridad.
Me incorporé y, desnuda, me acerqué tanteando torpemente hasta el mueble donde guardo la ropa interior. Mis manos sobrevolaron los corsés, las braguitas, los delicados volantes de las enaguas. Dudando me dejé llevar por el roce de sus blondas y encajes y un suave roce de raso llegó para convencerme. Era el del corpiño armado que tanto me afinaba mi cintura e imaginé su perfecta confección, las costuras invisibles, las mínimas puntadas, y también la limpia silueta que pintaba sobre mi cuerpo. Ninguno sentaba mejor.
Lo deslicé con destreza notando sobre mi piel la frescura del tejido y lo ajusté siguiendo mi instinto. Gocé la ligera presión sobre mí y me soñé figura de modelo.
Volví hacia el cajón para elegir las braguitas. De nuevo idéntica operación: los tejidos me llamaban, me buscaban deseosos de convencer, y yo me dejé llevar.
Algo mágico pasó al momento de vestirlas. Tan solo dos, dos prendas para sentirme completa. Sonreí ante lo imaginado. Nada más faltaban las medias. Al abrir ese cajón me invadió un mar de aromas: vainilla, jazmín, recuerdos de rosa mosqueta. Y precisamente así, por su delicado olor, elegí lo que restaba.
Retorné tanteando el aire hacia la cama y me senté en su borde. Tomé la primera media y la recogí con cuidado intentado mantener la tensión entre pulgares. Mis pies sintieron la seda, sobre los dedos primero para terminar al fin en la suavidad del talón; fui deslizando el tejido pantorilla arriba, con destreza hasta instalarse en la tierna carne del muslo. El camino en la segunda me trajo el disfrute de ese tenue cosquilleo.
Y mi mente traviesa me llevó hacia el futuro, a intentar imaginar lo que él, cegado por la cinta de raso, no podría ver, tan sólo tocar, oler.



Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro


jueves, 7 de marzo de 2013

Encerrado

Intentaba respirar en centímetros cúbicos. El olor a fuel le resultaba totalmente repugnante. Era como sentir que el veneno se le colaba a través de las aletas de la nariz.

Los pulmones a medio gas, tan solo intentando inyectar la mínima cantidad de aire para sobrevivir. La vida se le iba soplo a soplo mientras, allá afuera, rugía la tormenta.

Su espalda encajada entre Juan y Pedro y todos, los dieciséis de la tripulación, que apenas se podían mover en aquel espacio. Los goterones de sudor les caían sobre las cejas, tal era el asfixiante calor, y a él no se le ocurría otra cosa que pensar en María. Ella y su ardor, ella y su abrazo infinito, ella siempre ella, no quería ni imaginar la posibilidad de no volver a acariciar su cuerpo.

Un golpe de mar…

Su mirada fue a cruzarse con la de Manuel acuclillado. Sus ojos paralizados pidiendo auxilio en silencio. Los ojos de Manuel, los labios fruncidos de El Chato, la mandíbula apretada de Josito. Todos, sus compañeros de siempre, unidos por el contacto obligado del infortunio.

Alzó la mirada. La escotilla cerrada impidiendo una filtración del agua que se debatía allá fuera.

Exhaló desesperanza y se sintió como un ladrón robando unos segundos de vida. Mas no era ningún pecador, o quizás sí. A él le esperaba una reina ¿y a los otros? Uno por uno repasó mentalmente la historia de cada cual. Quién podría decidir el que merecía la salida, el viento en el rostro, el beso en los labios, la caricia en el pelo. Nadie o todos, pero daba igual, aquello no era una partida más de mus, aquello no era un juego y sí, quizás, el castigo que de alguna forma u otra esperaba que ocurriera. Porque nadie puede ser tan feliz, nadie puede tenerlo todo, nadie tiene el derecho de vivir sin mancha, sin castigo, sin congoja.

La madera cruje, es el lamento de la vieja nave. Y ellos… ellos abandonados en brazos del azar.

Otro golpe de mar…



Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

jueves, 14 de febrero de 2013

Carnaval

CARNAVAL

Tu palma y mi palma sobre nuestras cabezas,
juntas en una caricia que adora el aire.


Bajan, se deslizan, nos ocultan como máscaras.


Tus ojos entre los dedos, como los míos.


Miradas que se enlazan al escondite.


Me miras, te veo,
en la danza única de un carnaval vivo.



Texto: Esperanza Castro
Imagen: Robada de internet

sábado, 12 de enero de 2013

Recién nacida



Se mordió el labio inferior y cerró los ojos. Volvió la cabeza hacia el lado derecho con el deseo de ocultarle a la madre los dos lagrimones que urgentes se le agolpaban queriendo rodar mejillas abajo. Tenía que aguantar. Quería aguantar el terrible escozor de aquello tan caliente que estaba hiriendo su pobre pantorrilla.
Ya era mujer, ¿no? Estaba a punto de cumplir los quince años y deseaba con todas sus fuerzas estrenar aquellas medias, ponerse sus primeros tacones y vestirse la seda tan azul y vaporosa y que días antes habían enviado a limpiar a la tintorería.
Se volvió a mirar su pierna. Un líquido viscoso y verde reposaba humeante. Esperó el tirón. Y comprobó que el violento movimiento no era tan terrible como había imaginado. Más allá reconoció en sí misma cómo el pecho se le hinchaba entre aliviado y orgulloso.
De nuevo la paleta embadurnando una porción más. La temperatura de la cera había mermado respecto a la primera aplicación. No dejaba de fantasear con la posibilidad de que una tira de su piel saliera adherida tras ella fruto de un torpe descuido.
Sus piernas de mujer comienzan a bajar los primeros escalones hacia la sala de baile. Siente el crujir de las enaguas, la cintura ajustándose a su talle, el cálido tacto del collar de perlas de su hermana mayor.
El segundo tirón le dolió más. Qué curioso. Según se iban rebajando los grados de la sustancia aplicada, el padecimiento de su retirada iba en aumento. Pero una linda ventana de piel desprovista de pelo se abría paso.
Siente vértigo. La visión del salón allá abajo abarrotado de gente le hace sostener por segundos su respiración. Contiene el impulso de volverse, mas su pie derecho, sintiendo la suave presión de la costura de la media entre los dedos, desciende hacia el siguiente escalón.
Miró a su madre y sólo pudo observar el movimiento de sus labios. Fue consciente de que los sonidos de la habitación se habían vuelto opacos. Tan solo el latir de su pecho llegaba como tambor a sus oídos. Notó el pinchazo de alfileres del último retoque de la pierna derecha.
La gente se ha engalanado. Su padre guapísimo la mira orgulloso, su madre la observa como quien examina por última vez la obra perfecta nacida de sus propias manos.
El profundo aroma de la cera se expandía por la estancia. Se iba entremezclando con el del café que salía ahora a borbotones.
Por fin pisa el pavimento de la sala. Cree que todas las miradas se vuelven hacia ella, su vestido azul y sus tobillos encaramados a unos zapatos de tacón. El calor le sube del pecho al cuello y de ahí hasta llenarla de un vergonzante rubor. Dura un instante.
Sintió el líquido deslizarse sobre la segunda pierna. Su cuerpo reconoció la temperatura, el tirón le resultó familiar. Se sintió mujercita experimentada.
Distingue a sus amigas, sus hermanas, sus primos, sonrisas familiares que le devuelven la seguridad perdida.  Sonríe y nacen alas en su corazón. Se funde con todos en un abrazo adulto.
Finalmente allí estaban, sin un solo pelo, perfectas y preparadas, las lindas piernas de una mujer recién nacida.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

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