¿Qué color tienen las palabras?

¿Qué sílaba definirá el trazo?

¿Qué imagen para expresar un sentimiento?

jueves, 12 de abril de 2012

La mesa del relojero


Iba pensando en Antoñito. Hacía años de su vuelta a España y muy poco menos que no sabía de él.

Le habían contado que, a su regreso, se había establecido en la joyería de su tío, un pequeño local ubicado en el centro de La Coruña o, mejor dicho, A Coruña, así es cómo se le denominaba ahora.

Recordaba vagamente lo que su amigo le había relatado: que su familia era de Bergondo, pueblo de la misma provincia donde, al igual que antaño cuando las localidades se organizaban por gremios, se daba una alta concentración de joyeros.

Tampoco se había olvidado del nombre familiar, Seoane, e igual era consciente de que, si el negocio no había cambiado de mano, el rótulo con este apellido judío le indicaría el lugar.

Llevaba la dirección y unas exiguas notas escritas por un amigo común: un local angosto, de escasos diez o doce metros cuadrados y con un escaparate que ocupaba prácticamente la estrecha fachada donde se exponían pendientes, pulseritas, medallas de bautizo y comunión, relojes y alguna que otra joya más importante. La puerta estaba pegada a su margen izquierdo y, en su interior, un mostrador con vitrina casi tan largo como la tienda. En el extremo más alejado de la puerta y bajo un elegante reloj de carillón, una mínima mesita de relojero. Allí, trabajando en la mesita, era donde esperaba encontrar a su compadre.

Antoñito era un hombre alto, demasiado alto para su época, espigado y un poco cargado de hombros; con el cabello ensortijado en negro y el pico de las viudas enmarcándole la frente. Y guapo, sí señor, guapo como un Tyrone, según decían las mujeres al verlo.

Recordaba cómo pasaban juntos largos ratos escuchando tangos, y viendo películas de guerra, y comentando aquellas novelas bélicas que se vendían en los quioscos. Qué gustos tan raros para un ser tan pacífico, para un tipo simpático, coñón y tan buena persona.

Trataba de imaginárselo ahora: poniéndole el pelo cano, más encorvado quizás, ¿tendría barriga?, puede…

Ya pocos metros faltaban. Subía por la calle de La Barrera y al fondo le pareció leer: Seoane Antiqua, joyería desde 1928.

¾      ¿Será la misma? –vaciló-. Sin duda lo es por el apellido y la fecha pero…




La apariencia del establecimiento en nada se ajustaba a lo indicado: Una gran fachada roja, escaparates espléndidos, un hermoso local ocupando hasta la esquina.

Torpemente y entre soplidos, puso un pie y, ayudándose con un bastón, logró al fin izar el otro sobre el escalón de la entrada.

Detenido en el umbral contempló un espacio acogedor. Los objetos estaban colocados como en una bella salita de té; las cajas de marquetería, las escribanías o los anteojos antiguos parecían más dispuestos a la decoración que para ser comprados.

Un gran buda de ojos achinados infundía un ambiente de templo sagrado mientras que, a su lado, la balanza se veía compensada por una muñeca pirata que guiñaba traviesa.

Todo tenía equilibrio: un par de mostradores en esquinas opuestas, dos vitrinas de caoba para exponer las joyas, piezas de anticuario y  tesoros indios, sedas, brocados, oro y plata, y algunas piezas de artesanía.

¾      Esto es una locura –pensó-. Imposible que esté aquí.

Una sonrisa amable salió a atenderle al paso.

¾   Dígame si yo le puedo ayudar…

¾   Vengo buscando un amigo: Antonio Parga… Seoane, claro –dijo mostrando sus pocos dientes divertido ante la obviedad.

La dueña de la sonrisa contestó con gesto triste:

¾      Mi padre murió hace años…

Esto sí no lo esperaba. Lo imaginaba viejo, tan anciano como él mismo pero ¿muerto?... ¿muerto ya su compadre?

Alzó su mirada acuosa y la fijó en la joven. Sin duda la hija de Antonio: idéntico pelo sortija, el lunar en la mejilla, esa simpatía coñera, y el mismo buen corazón.

¾   Y usted, ¿de qué lo conocía?

¾   En Venezuela éramos compadres… -contestó ensimismado y, volviendo al espacio en que estaba, prosiguió-. Perdona pero… ¿es éste un nuevo local?, porque no encaja…

¾   Bueno… la tienda antigua es ésa –le indicó ella- Ésa que está ahí tras el arco.

¾   ¿Puedo verla?

¾   Claro –contestó intrigada.

De nuevo con gran esfuerzo el anciano dio unos pasos. Tres metros le separaban de donde imaginó a su amigo.

Ella le tomó del brazo y muy cuidadosamente lo ayudó a llegar hasta el sitio.

¾   Así que ésta es la tienda.

¾   Sí, la seguimos conservando.

¾   Y el mostrador y la vitrina –prosiguió él-… pero, ¿dónde queda la mesa?

¾   ¿Qué mesa? –preguntó ella.

¾   La mesa de relojero.

Ella sonrió de nuevo.

¾   Está en la trastienda pero…

¾   No, deje, no. No es que necesite verla, es que quiero imaginar…

¾   Ya –asintió la mujer-. Ahí es donde trabajaba él.

Una pesada añoranza cubrió la estancia en un momento.

¾   Llegué tarde…

¾   Pues sí.

Dos minutos, quizás tres, se demoró el anciano. Con los ojos bien cerrados imaginó una escena: allí estaba, al fin, Antoñito entre relojes. En su mesita baja, junto al mostrador tapizado, bajo el gran reloj de carillón. Todo el pequeño mundo del negocio original.



¾   Entonces… ya está –murmuró-. Aquí terminó el camino. Ha sido un placer conocerla, Señorita… Parga, claro –añadió tras una pausa.

¾   Igualmente, ¿Señor? –preguntó ella.

¾   Mi nombre no importa ya. Sólo tenga usted en cuenta que su padre y yo fuimos dos grandes amigos.

¾   Como guste –e invitándolo dijo: Vuelva usted cuando quiera.

¾   Lo haré.

Lentamente se volvió y esta vez pisó la calle cruzando bajo la puerta de la más antigua fachada.

Por La Barrera abajo se escuchó un silbidito: la canción de la película “El puente sobre el río Kwai”.

 FIN

-TERCER PREMIO EN EL X CONCURSO DE RELATOS Y IX DE POESIA PUMUO (Asociación de Alumnos PUMUO – Universidad de Oviedo)-




Ilustraciones: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

lunes, 2 de abril de 2012

De blanco y azul


-          ¿Ya lo intentaste?

-          Sí, pero estoy bloqueado. En estos momentos soy incapaz de escribir una sola letra, me declaro totalmente inútil para plasmar en el papel aquel sentimiento, aquella decepción sólo igualada por lo que vino detrás del penalti de Raúl, o del partido de España-Corea en el Mundial de Japón, ¿recuerdas?

-          ¡Cómo olvidarlo! Si nosotros nos fuimos esa noche, la del Mundial digo, a dormir a casa de mi hermana para poder levantarnos y desayunar todos juntos delante del televisor. Hasta cruasancitos habíamos comprado.

-          Es que te quedas sin sangre. Eso debe sentir un desangrado: sin tensión, débil, derrotado.

-          Y nunca mejor dicho, mano.

-          Lo que sí recuerdo es la ciudad los días anteriores. Toda blanca, toda azul, con las sonrisas en las caras, hasta te regalaban cosas en la plaza, en el mercado, tan felices todos en conjunto, ¿me entiendes?

-          Te entiendo porque me acuerdo perfectamente. Era como si todos estuviéramos unidos por lazos de sangre, como hermanos, no sé. Queríamos compartir todo, hasta la mujer habríamos compartido si se hubiera dado el caso…

-          Bueno, bueno, tanto como la mujer…

-          Pues yo sí… vaya, es un decir, pero creo que es la figura que mejor expresa aquella sensación.

-          A mí no me daba en las narices ir a trabajar. Era tan bueno el ambiente, había tal cachondeo que se te pasaban las horas sin darte cuenta.

-          Y luego los bares. Igual te invitaban a la última en cualquier sitio, aunque fuera la primera vez que lo pisabas.

-          Ya. También me acuerdo de los colocones. Así pasaba, que llegabas a casa a las tantas porque los de la redacción te liaban a la salida para tomar “unas cañitas”, decían.

-          Y la mujer no era tan comprensiva, claro…

-          Buh, menudos follones. Menos mal que sólo duró una semana… si no, creo que me divorcio.

-          Y, en realidad, no era para tanto. Ellas también se montaban lo suyo…

-          Cierto, que luego no digan que no les gusta el fútbol.

-          No te creas, no te creas, que a la mía sí le gusta.

-          La mía se ha acostumbrado, ¡qué remedio!, pero, en realidad, lo que yo pienso es que disfruta mirando a los tíos en pantalón corto.

-          Bueno, está en su derecho, no me vas a decir ahora que eres celoso.

-          ¿Celoso yo?... ¡Qué va! Yo sé que mi Maruja está loca por mí.

-          Tío, que estás hablando conmigo. Ahora no me vengas a decir…

-          ¡Qué ganas de joder tienes! Aquello pasó hace muchos años.

-          Tantos como aquella semana de la que estamos hablando; exactamente los mismos años, como que fue por aquellos días.

-          ¿Estás seguro?

-          ¿Cómo que si estoy seguro? Si fue precisamente aquella tarde, la del partido, que la viste a lo lejos paseando con un tipo.

-          Por Dios Santo, no me lo recuerdes.

-          Pues menudo follón tuvisteis.

-          Lo tengo como en una nebulosa.

-          A veces la mente funciona así.

-          Así, ¿cómo?

-          Queriendo no saber, no recordar, arrinconando los malos recuerdos para casi borrarlos, para que no nos atormenten, para que nos dejen vivir.

-          Pues sí. Algo así me habrá pasado.

-          Por eso, precisamente por eso, mano, tú tampoco recuerdas lo otro; no eres capaz de escribir sobre aquello, sobre lo que cada una de las personas vivas de esta ciudad es incapaz de olvidar.

-          Quizás tengas razón…

-          ¿Qué si tengo razón? ¿Tú crees que se puede olvidar aquél penalti? ¿Habrá quien en toda Coruña que no recuerde aquella flojera de Djukic?


Texto: Esperanza Castro

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