¿Qué color tienen las palabras?

¿Qué sílaba definirá el trazo?

¿Qué imagen para expresar un sentimiento?

miércoles, 21 de diciembre de 2011

¡FELIZ NAVIDAD!

-   ¿Y cómo se te plantean las navidades?
-   Pues como siempre, hija. Aún no sabemos dónde vamos a cenar en Nochebuena.
-   Pufff, yo tampoco. La comida de Navidad la organizo yo, pero entre mis cuñadas no se ponen de acuerdo con lo de a quién le toca la cena del veinticuatro.
-   Un año y otro lo mismo, ¿verdad? A mi suegra no se le puede pedir nada y, claro, mi madre no está para estos trotes.
-   Con lo que me imagino que te tocará otra vez a ti…
-   ¡Qué dices! Yo ya me encargué el año pasado y ya le dije a Pepe: “Vale que este año lo hago yo pero el que viene en casa de tu madre que para eso vosotros sois cuatro hermanos y yo soy hija única”, así que me niego, que lo tenga claro.
-   Ayyyy, Ana, no sé porqué te vas a poner a discutir con Pepe si entre vosotros no está la bronca. Además, sabes perfectamente que al final, terminarás pringando tú.
-   Sí, ya, claro, y me estoy imaginando a la señorona de mi suegra y a las pitiminís de mis cuñaditas sin mover un dedo… ¡si hasta el pobre Pepe hace más que ellas!
-   ¡Hey! ¡Que se me pasa la parada!... ¡Pásalo bien!
-   ¡Igualmente!
-   ¡FELIZ NAVIDAD!
-   ¡Eso! ¡FELIZ NAVIDAD!

(Basado en conversación real entre Plaza de Castilla y Cuzco, línea 10 del Metro de Madrid).

                                                                  ***

¿Quién no ha escuchado, dicho, participado en alguna conversación así?
Que levante la mano el que no ha tenido alguna Navidad con movidas, morros y ambiente de cortar con cuchillo.

La Navidad es ocasión para juntarse, para celebrar, para reír y para soñar. Pero, a veces, entre todas estas cosas lindas, hay compromisos que no nos apetecen, comidas o cenas con algún pariente o amigo al que no soportamos, del que huimos durante todo el año y con el que debemos de claudicar por el bien de “la paz mundial”.

Sin embargo, salvo esos pequeños detalles, para algunos muy grandes, estos días hay que aprovechar los buenos momentos, y así espero que disfrutéis los vuestros.

Con todo el cariño del que somos capaces:


¡¡¡FELIZ NAVIDAD PARA TODOS!!!




“La paz mundial la conseguiremos, si todos y cada uno aportamos nuestros mejores sentimientos para regar nuestro maltrecho planeta.”

Esperanza y Silvia

miércoles, 14 de diciembre de 2011

28 bodoni negra cursiva

Se asomó a la oscuridad como pidiendo permiso.
Marcos para fotografías, una lupa, una copa de coñac tallada, un cuaderno de planas para caligrafía de los años setenta, un quinqué ámbar con la pantalla levemente resquebrajada. Los contempló uno a uno detenidamente y alzó de nuevo la vista hacia el descascarillado número de la calle. Quería asegurar que no se había confundido, que era la dirección exacta del anuncio encontrado en Internet.
Volvió hacia lo oscuro y sus pupilas se tomaron unos segundos en adivinar la silueta de él.
Al sentirla en el umbral de la puerta, el anciano interrumpió su labor y se giró para observar por encima de sus anteojos.
-        Dígame.
-        Sí, soy… a ver… -tartamudeó la mujer sin lograr, como le ocurría siempre, elegir las primeras palabras-. Soy la que le escribí diciéndole que estoy interesada en el juego de imprenta.
-        ¿Juego?
-        Me refiero a las letras antiguas de imprenta que tiene usted anunciadas en Internet.
-        Ah… ya… las letras. Las anunció mi nieto -y guardó un silencio que ella no se atrevió a romper.
-        ¿Y me dice usted que las quiere? -añadió después de la pausa.
-        Sí, mire… sí, las necesito para un cartel -respondió nerviosa dando una explicación que no le habían pedido.
El viejo seguía con la cabeza ligeramente inclinada. Sus ojos sobrevolaban la montura de sus gafas, clavados en ella, escrutándola, examinándola, evaluando si aquella mujer joven era merecedora de sus últimas letras.
-        ¿Para un cartel dice usted?
-        Es que… -dudó al tiempo que cruzaba los brazos a la altura de la cintura- quiero crear una página web…




-        Ya -la interrumpió él-, Internet… -murmuró dibujando una perfecta línea horizontal en lugar de su boca- Esas máquinas nos vinieron a joder la vida.
-        ¿Se refiere usted a los ordenadores?
-        Nos vinieron a joder la vida, sí -prosiguió el hombre sin escucharla-, a terminarnos de decir que no éramos nadie, ¡que nos fuéramos al carajo! -y acompañó su lamento con un puñetazo sobre el endeble mostrador para después añadir con voz neutra:
-        Yo era linotipista, ¿sabe? Sí. Éramos unos artesanos, artistas diría yo.
-        Allí me sentaba -alzó la barbilla para señalar algo oculto al fondo, en la penumbra del local. Ella siguió, entre atenta y curiosa, su gesto con la mirada-, tecla va tecla viene, y las letras bajaban para formar palabras, las palabras líneas, las líneas párrafos…
-        Eso hoy también lo hacemos… -quiso ella intervenir con una tibia sonrisa.
-        ¡Hombre por Dios, no me diga usted! -pareció volverse a alterar el anciano- Antes, cuando una letra se encasquillaba, se atascaba, nosotros mismos desmontábamos la máquina, desatrancábamos la letra, la cambiábamos si era menester… Hoy en día, cuando esos cacharros se rompen, uno los abre y no se encuentra nada más que cables, planchas con esas cucarachas negras…
-        Los chips...
-        … que uno mira y no toca porque ¡como para tocar!, y uno se pregunta: ¿y las letras? ¿y las palabras? ¿los párrafos?
-        En eso lleva usted razón – asintió conciliadora.
-        Y, claro, te sientes un inútil –prosiguió como en monólogo- y te toca llamar a tu nieto, que de eso sabe bastante más que tú, y te sientes nada… ¡bah! Yo que me conocía palmo a palmo mi linotipia.
Lentamente se quitó las gafas, las limpió con los faldones de su camisa y las volvió a colocar con sumo cuidado.
Ese gesto pareció traerlo de nuevo al espacio de su pequeña tienda, al mundo y a la realidad de la mujer que tenía delante.
-        Dígame -preguntó de nuevo-. Sí, ya, no me lo repita. Usted quería mis letras… para un cartel.
Se volteó lentamente, y arrastrando los pies como quien arrastra su propia existencia, alcanzó la pequeña caja de madera compartimentada, con las sesenta y seis letras veintiocho bodoni negra cursiva, con las vocales acentuadas y la u con diéresis, y con las cedillas versal y caja baja.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

martes, 29 de noviembre de 2011

Expuesta Intimidad


  -   Tose… Tose más… Así… Eso… Ahora ya puedes respirar normalmente.
Lo odio. Odio llegar hasta el número cuatro de la calle Colegiata. Odio esas escaleras desiguales, esa puerta pintada por mil y una capas de un color burdeos pasado de moda, esa mirilla dorada y hasta el Sagrado Corazón que la preside.
Una vez dentro, entretengo mis nervios en una salita decorada con pósters de campañas para la prevención del cáncer de mama, la vacunación de jovencitas contra el virus del papiloma humano y el uso de anticonceptivos anti-SIDA y anti-baby.
Luego, en la consulta, las mismas preguntas y respuestas de siempre: ¿Qué tal estás? ¿Cómo vas con la medicación? ¿Tienes muchos sofocos?
  -  Pasa al cuartito, ya sabes. Te desnudas de cintura para abajo, no hace falta que te quites el jersey; colócate cómoda con los pies apoyados en los estribos.
Como si alguna pudiera sentirse cómoda en esa camilla que más parece un instrumento de tortura de la Santa Inquisición.
Y tú te quedas ahí, encogida, sentada en el bordecillo de la cama, con los pies bien juntos sobre la fría plataforma; presionando hacia adentro las rodillas, guardando con celo tu expuesta intimidad.
Entonces, aparece la auxiliar con una sabanita para taparte. Y te habla suave, te intenta tranquilizar sin conseguirlo.
  -  Cúbrete un poco. Ahora mismo viene la doctora.
Seguidamente, la citada, sonriente procede al examen.
  -  Tose… Tose así…
Nunca me convenció del todo el uso de esa medicación. Sabía que me facilitaría la vida evitándome los síntomas más desagradables de la menopausia precoz, pero igualmente conocía los riesgos de un prolongado tratamiento.
Pese a no tener antecedentes entre mi familia de la terrible e innombrable enfermedad, las historias de las amigas, sus madres y abuelas, se me aparecían como fantasmas para amargarme aún más el desagradable chequeo.
  -  Parece todo correcto –comenta-. Ahora veremos lo demás con la ecografía.
Me llevo muy bien con la doctora. Hemos caminado juntas desde hace más de veinte años. Sabe de mis amores y desengaños, mis amantes fijos y ocasionales, de mi matrimonio frustrado. Conoce mis fallidos intentos de tener un hijo, mi caída y mi recuperación. Mi vida toda.
Escuchando sus explicaciones se me hace más liviano el tormento, razón por la que gira hacia mí el monitor del ecógrafo.
  -  ¿Ves? Este es el ovario izquierdo, pequeñito –me explica-. ¡Veintidós con tres por veintiuno con uno! –eleva su voz para que su auxiliar anote en el informe.
A continuación, añade las medidas del otro, que es un poquitín más grande.
Retuerce la sonda en mi interior y me mira con afecto, como pidiéndome disculpas por las molestias que me causa.
  -  Ahora vamos a por el útero…
Y la veo abrir los ojos, fijando asustada la mirada. Frunce el ceño, extrañada. Rebusca una, dos, tres veces. Coloca la pantalla hacia sí, la aparta de mi vista.
Y en esos instantes la sangre se me para. No hay aire ni respiro. No existo. Nada.
Acaricia dulce mi mano derecha y me dice en un susurro:
  -  Cariño… 
Yo, que siento que no siento, le pido suplicante una explicación muda.
De nuevo me muestra la indescifrable imagen. En el centro, levemente se distingue entre un mar gris de interferencias, el brillante parpadeo de un intenso latido.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Abdul y las flores

Hace tiempo que no escribo un post. Me refiero a un texto específico para resultar una entrada en este blog.
Últimamente estoy centrada en los relatos, sí, relatos que al final acaban siendo un nuevo post en este espacio, o terminan siendo algo que pretende ser aún más grande concursando a un premio -¿quién sabe?-.
Pero hoy quería probarme. Jugar de nuevo a escribir para comunicar algo, aunque esto no llegara a ser ni relato, ni entrada, ni tan siquiera una ocurrencia.

He llegado esta mañana y me he encontrado sobre la mesa un ramo de rosas. ¿Mi cumpleaños?, os preguntaréis. No. ¿Mi aniversario? Casi, pero tampoco. Es un detalle que viene apareciendo de cuando en cuando, sin frecuencia, sin continuidad, como una pincelada de alegría a las siete y media de la mañana de un día cualquiera.

Frente al edificio de nuestra empresa hay una floristería. No se trata de una al uso, es una especie de almacén de flores que distribuye por Internet –de hecho, sólo se pueden comprar por Internet, aunque estés en frente-. De vez en cuando, desechan algunas que no consideran aptas para su venta. Pero, para nuestro regocijo, éstas aún pueden tener un segundo uso.
El vigilante nocturno de nuestro edificio, Abdul, sale a la caída de la tarde a husmear. Siempre la basura contuvo cosas despreciables para unos e interesantes para otros. Y de ahí, esas flores marginadas porque ya no sirven para un centro o ramo o corona, cumplen la misión de alegrar las mesas de esta triste y monótona oficina.


Hace tiempo, en mi libreta de bolsillo escribí la siguiente frase: “Nunca me faltarán las flores en mi trabajo”. Y así, cuando no las arranco a escondidas del descuidado rosal que adorna la parcela, llega Abdul y, en la oscuridad, hace el milagro de regalarme esta sorpresa.




miércoles, 2 de noviembre de 2011

Como dos plumas al viento

La primavera se hace esperar en Buenos Aires.  La noche es fresca y, sin embargo, nada hace apreciar, dentro del cálido local, el tenue frío exterior.
El público va llegando poco a poco y los camareros lo sitúan con calma y sin errores en las mesas reservadas con anterioridad. El lugar se espera abarrotado. Es viernes y el cartel es bueno, la velada será de las mejores.
Es un barcito no muy grande. Se encuentra en una esquina, como casi todos los boliches de la ciudad, y de ahí su nombre: La Esquina de Osvaldo Pugliese, en honor al célebre músico porteño.
Las mesas en hilera, apiñadas, unas junto a otras y dispuestas en forma radial, tomando como vértice el escenario. Este consiste en una pequeña tarima donde, con cierta dificultad, se ajustarán los bailarines y los músicos.
Bandoneón, piano, violín, contrabajo, guitarra, flauta… Jóvenes y viejos forman el conjunto. Algunos rasgos familiares: corte clásico entre los de más edad; piercings, coletas y algún tatuaje para los que podrían ser sus hijos.
Los asistentes son conocidos, asiduos de cada jueves, de cada viernes o sábado. Todos se saludan, se llaman por sus nombres... forman una gran familia. Brillos de lentejuelas, lamés, terciopelos o gasas para ellas; los caballeros más informales, pero impecablemente vestidos.
En una esquina, los cantores. Un toque pleno de nostalgia en sus teñidas y engominadas canas, y algún bisoñé; pero siempre la alegría en el rostro, la gratitud por encontrarse de nuevo en el espectáculo al que, más de uno, ha dedicado su vida entera.
Y allí, en primera fila, una pareja de ancianos.
-          Mario, ¿cómo te sentís?
-          Bien, flaca, ¿y vos?
-          Feliz de estar aquí, querido.
El debe de tener cerca de los noventa años. Su mano derecha como un sarmiento, impedida por la enfermedad, acaricia con dificultad la de Gabriela. Con la otra agarra torpemente el tenedor. Es la que se adivina más útil para apoyarse sobre el bastón que descansa sobre el respaldo de la silla. Ella lo mima, lo cuida, le ayuda a preparar cada bocado de una copiosa cena, que culminará un minuto antes de que comience la función. Es mucho más joven que él; quizás ya no cumpla los setenta y muchos, pero, sin embargo, es vivaracha, dispuesta, activa, impaciente… ¡y qué radiante se muestra!
-          ¡Muy buenas noches a todos! ¡Hoy tenemos un espectáculo lindo! ¡No se van a arrepentir de acompañarnos!
La jovial presentadora irrumpe entre las mesas con sus grandes facciones, ojos brillantes y la más generosa de las sonrisas.
Los aplausos abren paso a la música que acompaña el desfilar de los emocionados cantores.
La fuerza en cada canción, en cada tango un dolor cargado de sentimiento.
...Caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar… ¡Garufa!, pucha que sos divertido. ¡Garufa! ya sos un caso perdido… Por una cabeza de un noble potrillo que justo en la raya afloja al llegar…
Mario los canta, los saborea, los acompaña con los ojos cerrados y un leve vaivén de su desnuda cabeza. Gabriela sonríe, mientras sus manos se mecen al son de cada melodía.
En un instante las voces callan. Suena el bandoneón y una milonga se eleva. El bailarín ciñe por la cintura a su pareja; son la simbiosis perfecta.
-          ¿Recordás? –susurra el anciano con un pícaro brillo en su mirada.
-          Como dos plumas al viento –responden los dos al unísono.
Y la pareja flota sobre el escenario, se desliza, transmiten algo más que el baile apasionado.


Las horas transcurren de tango en tango, de una petición a otra. Pronto se harán las dos de la madrugada y con ellas el final del show.
Los solistas salen juntos a entonar un potpurrí e invitan a unirse como un solo a los que aún están sentados, a los que se levantaron, a un público completamente entregado.
Al silencio de la música nadie se levanta, ninguno parece querer salir al frío que espera fuera.
Los amigos se despiden, se abrazan; mientras Mario y Gabriela, tomados del brazo, dicen adiós.

Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

miércoles, 12 de octubre de 2011

Quitapenas

Déjalo, déjalo ya.
Abandona la tristeza y vístete de colorao,
ponte un carmesí en el pelo que nos vamos a pasear
a la plaza, a la rotonda, a la verita del mar.
Pa que vean que en tu rostro ya se ha ido la humedad,
pa que presumas de amigo y de ausente soledad.
Y esa luz en tu mirada, y esa locura en el pelo,
esa belleza tan tuya llena de un resentimiento
que vuela por tu ventana, ¡despídelo con un beso!,
pues no merece una lágrima, ni tu boca, ni tu verso.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

martes, 4 de octubre de 2011

El cuenco tibetano

Suena un armónico.
Suena un armónico junto a otro armónico dentro de un conjunto de cientos de armónicos.
La maza forrada de fieltro gira sobre el borde del cuenco y el roce produce una leve vibración. El metal entra en resonancia y el canto se expande por la estancia, se cuela por la ventana, llega hasta la calle.
+++
No fue un amor a primera vista.
Casi por casualidad, y acompañando a un par de amigas que querían probarse aquel vestido tan bonito de artesanía india, fue que dio con la diminuta tienda.
El angosto local a pié de calle sobrevivía abarrotado de babuchas bordadas a mano, vestidos de algodón estampado, pulseras de poderes milagrosos, mandalas de mil colores, pañuelos, pendientes, joyas de plata y cristales de cuarzo, cajas de filigrana tallada y, en aquella estantería, unos cuencos de metal dorado mate con una especie de maza de mortero que sobresale de su interior.
-          Son cuencos tibetanos –le aclaró la amable dependienta- sirven para meditación, simplemente escuchando su sonido infinito o bien para hacerlos sonar encima de cada uno de tus chakras.
Escogió uno, consistente, recio, pesaba casi un kilo e imitando el movimiento de la vendedora, lo hizo sonar.
-          “Interesante –pensó-, son bonitos pero quizá demasiado caros.”
Y añadiendo en voz alta comentó amable:
-          Me gustan. Ya me pasaré por aquí algún día con más tiempo.
Mentira piadosa para quedar bien. Pero, ¿qué necesidad tenía de quedar bien? ¿Por qué no expresarle a la vendedora la verdad? ¿De dónde le venía ese cierto apuro de confesar que su precio le parecía caro en exceso?
Se despidió presurosa de sus amigas y marchó distraída calle abajo casi corriendo para continuar sus quehaceres.
La factura de la luz, el colegio, los niños, hoy cenaremos pizza, tengo que llamar a la asistenta, que no se me olvide pasar la ITV… los armónicos. Los armónicos como fondo de sus pensamientos.
Era curioso. Aquel objeto, aquel cuenco bruñido de siete metales que había sonado entre sus manos, como un lamento, como extraño concierto particular, y que ella misma había despreciado de manera burda y material, se le presentaba ahora puro, mágico, una presencia imposible de obviar, como si le estuviera llamando.
Sonrió y, apartando de un manotazo aquellos pensamientos, prosiguió su frenético caminar.
El reloj del Ayuntamiento… los armónicos, la sirena del colegio… los armónicos, el plato de loza… un cuenco dorado, la cuchara… un mazo de madera que da vueltas sobre un cuenco dorado que emite una serie de armónicos…
Pero, ¡por Dios santo! ¿Qué me pasa? ¿Qué tanto me pasa que no puedo quitarme de la mente la imagen y el sonido de ese cuenco y sus puñeteros armónicos?

Al atardecer la puerta de la tiendecita advierte de una presencia.
La vendedora sonríe y sin mediar palabra, extrae de debajo del pequeño mostrador de madera un paquete de plástico burbuja recubierto de papel de estraza.
-          Nunca antes nadie lo había hecho sonar –añadió al tiempo que se lo alcanzaba- tómalo, te estaba esperando.
Y en el aire, sonó un armónico…

Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Samba, bossa nova, carnaval

Miro absorta como la arena juega con mis dedos, mis pies. El agua viene y va y allí al fondo los dos morros, dos montes como dos ánimas, uno avanzando retrayéndose el otro, el mayor protegiendo al joven que, miedoso, no se atreve a lanzarse al mar.
Como nosotros, como tú, como yo; yo arrastrándote y tú frenándome; tú velando por mí, yo dejándome querer por ti.
Y me siento en la orilla deseando que una de esas terribles olas me lleve, me haga desaparecer, pues sin mi “irmao”, sin mi igual, no soy más que un trozo de nada, otro morro cualquiera plagado por pequeñas favelas, nula mi personalidad.

Samba

Mi vista se pierde en la playa y mi memoria en aquel carnaval, en el desenfreno de un año que llegó para cambiar mi existencia toda.
Qué azar nos llevó a aquella fiesta. No recuerdo. Qué juego, qué estrellas, qué…
La música en mis oídos, y la risa; el baile en mi cuerpo, y el sudor, y tus manos. Mi cuerpo, tu tez, nuestras pieles, dos colores.
El calor, el sexo, la humedad nos envuelven, y tu mirada cómplice que dice: “vámonos, mi negriña”, y escapamos a esta playa, poblada e íntima y allá arriba, bien arriba, nos observa, nos bendice O Cristo Redentor.
-       Me quedaré contigo para siempre –susurraste. Para siempre.
Tu boca, mi vientre, tus manos, mi pelo. Amor de mí, de ella, de la ciudad entera.
Amor de sus gentes que son mis gentes, amor de alegría y placer, amor de amor.
La simbiosis perfecta de un sentimiento mutuo.


Bossa nova

Epidemia. Terrible palabra en tus oídos cobardes, noticias de la enfermedad que azota sin piedad la ciudad amada.
Tu rostro desencajado mira sin ver el mío, la mente trastornada pensando sólo en huir. La cruda verdad que sin misericordia me rompe la vida y de paso, sin saberlo, también la tuya.
-       Me asfixio –lloraste. Cuán dispares mi tristeza y tus lágrimas-, trata de comprenderme, no puedo seguir aquí.
¿Quién osa renunciar al paraíso?
-       Cobarde –imploré–, nos dejas -y me ahogué.
-       Ven conmigo –suplicaste mientras tus manos atenazaban las mías que frías, desangradas como toda yo, trataban de aferrarse a ti sin querer entender lo que estaba pasando.
Qué vacía invitación, sonó tan cruel. Sabiendo como sabías mi completa invalidez lejos de aquí.
-       Quédate con todo –deseabas el divorcio de esta ciudad, el nuestro propio– quiero asegurarme de que no te falte nada.
-       Nada -repetiste–, nada -palabras que ensordecen mis oídos mientras sigo con perdida mirada los mecánicos movimientos que preparan con urgencia tu maleta, mi mortaja.
Orgullosa y valiente me acerco al abismo, al ventanal desde el cual los contemplo. Y los veo allí, dos montes, Dois Irmaos, que apoyados el uno sobre el otro parecen llorar.
Doy la espalda a tu mirada y tu voz temblorosa murmura “volveré”, la que es tu última mentira y mi clara certeza del fin.

Carnaval

Sonrío en mi despertar al ritmo de los tambores que acompasan la alegría de mi ciudad, hoy sana y recuperada.
Observo divertida la vibración que producen en la superficie de mi vientre que se abulta por la presión de sus piernecitas.
Es carnaval y de nuevo el delirio lo inunda todo.
No he vuelto a saber de ti pero eso ya no importa pues la oquedad de tu ausencia se cubrió con entrega, cuidados y la certeza de la inminente llegada de la vida a mi vida.



Ilustraciones: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro


lunes, 19 de septiembre de 2011

A los pies de La Maliciosa

El jueves compré unos nardos.
Cuatro varas de nardos y tres lirios. Malvas. Los lirios malvas y los nardos blancos.
Me sorprendió el olor del blanco, dulce, intenso, delicioso, tan difícil de describir como complicado es dibujar con palabras cualquier olor.
Estos días al despertarme me invade su aroma. Me gusta tener flores frescas en casa, en mi habitación, en el salón. Esta afición la adopté hace dos años, cuando el cuerpo comenzó a pedirme naturaleza.
A partir de ésa tengo una especie de veneración por lo natural. El mar siempre, el campo, las montañas ahora, los ríos, lagos, eternamente los volcanes. Por eso desde hace unos meses se me ha antojado el deseo de abandonar la gran ciudad. No es que sea una obsesión, ni tan siquiera lo veo muy claro, pero cada vez encuentro más ruidosa mi casa, más contaminada, más alejada de lo que mi cuerpo reclama.
Durante mis cuarenta y siete años he afirmado que Madrid es mi lugar, que soy urbanita por encima de todo, que me gusta tener al alcance de la mano cines, teatros, museos, bares, restaurantes, tiendas… todo lo que esta locura de ciudad ofrece. Pero ya no. Sí pero no. Sigo queriendo su oferta cultural, su ambiente, su vida, pero quizás ahora lo quiera en pequeñas dosis, o quizás lo quiera sólo cuando yo lo quiera.
Por eso he comenzado a escaparme un día a la semana. Llevo dos domingos consecutivos subiendo a la Sierra, a El Boalo, a la finca donde mi hermana Elvira trabaja con los caballos. Con caballos y niños y adultos que tienen problemas de psicomotricidad. Una preciosa labor para la que hay que valer y, además, tener vocación.
Le llegó esta vocación de la mano de la que siempre creyó que era para toda su vida, la de veterinaria especialista en équidos. Después de veinte años de sanar, amar a estos bellísimos animales, le asaltó la pasión por ayudar a personas discapacitadas utilizando las bestias como amables herramientas.
Verla en esa ocupación me asombra. Y me enorgullece. Y me dan ganas de ayudar. Y me pesa la alergia que el pelo de los caballos me produce. Una alergia que causa asma hasta el punto de impedirme respirar. Pero no lo descarto del todo. Ayudar, digo. No sé, algo se nos terminará ocurriendo, me imagino colaborando… y escribiendo. O contando cuentos. Yo qué sé, algo.
Y sigo contando que a mí ese sitio, al pié de La Maliciosa y La Pedriza, me da paz.
Me levanto los domingos alegre pensando en mi solitaria caminata, y me calzo unas zapatillas que no imaginaron que iban a terminar en éstas, con lo vaga que yo soy para estas cosas.
Avanzo saboreando paso por paso, aunque haga calor y los tábanos se empeñen en cebarse en mí, aunque mi peluda de cuatro patas se rinda a media ruta tumbándose en la senda, aunque tenga que cargar con sus tres kilos todo el camino de vuelta.
Luego, en el antiguo vagón de tren, me espera mi Coca Cola, y mis patatitas fritas, y la compañía. El mejor premio para el esfuerzo que, cada domingo, me parece más liviano.
Nota: Por si queréis cotillear www.caminosdeherradura.com

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