¿Qué color tienen las palabras?

¿Qué sílaba definirá el trazo?

¿Qué imagen para expresar un sentimiento?

domingo, 25 de marzo de 2012

La felicidad barata


Soy feliz. Verdadera y auténticamente feliz.

Acabo de salir del Registro de la Propiedad Intelectual y me siento mayor. Me siento tan mayor como una chiquilla a la que, siendo todavía una miaja, le dan la enhorabuena y la felicitan por haber cumplido un deber. Y, además, por haberlo hecho bien.

¿Y qué contaros? ¡Como un pavo me sentí con un SI rotundo a la pregunta: ¿eres tú la autora?!

-          ¿No se me nota? –pensé- ¿No se me escapa la alegría por todos los poros de mi piel? ¿No me delata esta sonrisa brillante que apareció al levantarme y que me acompañará todo el día, la semana, quizá el mes?

-          Sí –piensa la chica de administración-. Se te nota y, además de esa envidiable sonrisa, el orgullo que te inunda, el placer que proporciona el sueño cumplido. ¡Felicidades!

Y salí de allí saltando, corriendo hasta la oficina bancaria a pagar los 13,07 euros de la tasa ¡qué barata me pareció la felicidad!

Al pasar, justo pared con pared, un café que oferta chocolate con churros, o café con churros, o… da igual, mi café de hoy es con letras, café satisfecho, café que debe engordar una barbaridad…

La joven de la barra me mira curiosa. Debo ser un rara avis, debo ser la primera persona en meses que luce semejante sonrisa, con tantos ceños fruncidos que produce día a día la situación económica.

Y, en realidad, no ha pasado nada; nada más que un registro. ¿Qué será si, algún día, encuentro mis escritos en la estantería de una librería?

¿Y si algún día, al entrar en el metro, llego a encontrar mis palabras en manos de otro?

Seguro que seré feliz, sí, pero no más que en este momento.

 ***

Nota: Escrito el martes, día 20 de marzo, a eso de las doce menos cuarto de la mañana.



Texto: Esperanza Castro

domingo, 18 de marzo de 2012

El hueco de la ausencia

Aisha retiró del calor el tagine y levantó su tapa de barro con cuidado valiéndose de un trapo. Comprobó el punto de cocción de la carne y sonrió satisfecha.

Antes había dispuesto los cuencos sobre la mesa de latón baja, colocado los vasos para el té en una repisa anexa y echado las cortinas para que su color ambarino le diera a la estancia un ambiente cálido.

Sus mecánicos movimientos eran la exacta réplica de los que había aprendido de su madre.

Al terminar, contempló el resultado y corrigió la alineación de los almohadones. Luego, se dirigió a su cuarto para vestirse con la chilaba que él le había regalado. Debía estar perfecta.

A los pocos minutos, percibió el cerrar de la puerta principal de la casa. Instantáneamente, fue invadida por un sentimiento mezcla de nerviosismo y amor, al tiempo que las pisadas hacían crujir los pocos peldaños de la desvencijada escalera.

Su padre apareció ahogado por el esfuerzo y se mantuvo en el umbral para examinar el perfecto orden del saloncito.

Con el rostro plenamente hierático, tomó asiento en su juego de cojines y, alzando la barbilla, hizo una leve señal.

La muchacha se apresuró a retirarle las babuchas, traer agua perfumada para enjuagarle las manos y correr con paso ligero hasta el hogar. Su padre la dejó hacer sin mostrar el más mínimo gesto.



Al destapar el guiso recién cocinado, el hombre arrugó la nariz y sin mediar palabra, lo apartó de un fuerte manotazo.

-            Otra vez te quedó seco, Aisha – le gritó.

-            Perdón... –murmuró imperceptiblemente la joven.

-            ¡No vales para nada! ¡Para nada! Dos años y tres meses sin tu madre y esto sigue siendo un desastre.

-            Perdóneme. Lo siento, yo…

Aisha se desmoronó, abrazó las piernas de su padre, le besó los pies.

El, con las manos en un temblor, la sujetó fuertemente por los hombros y la apartó de sí. Bruscamente, se levantó y los cuencos, el recipiente de barro y la mesa dorada se estrellaron contra el suelo.

Se acercó a la ventana y rígido como el alminar, contempló el callejón con ojos ciegos. Su hija seguía con la cabeza agachada, encogida como cordero antes del sacrificio, derrotada y completamente muda.
Y con un sonido sordo, en una frecuencia inaudible, murmuró:

-            No eres tú, hija mía, es ella. Ella y su ausencia constante, su terrible hueco en el aire.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

martes, 13 de marzo de 2012

Río revuelto

Una nunca sabe dónde se encontrará una historia, pero esta mañana estaba segura de que alguna me traería en el bolso cuando regresara a comer. Por ello, me cercioré de meter mi libreta antes de salir a estrenar la mañana de primavera.

Pensaba que en el SMAC (Servicio para la mediación, arbitraje y conciliación) intuiría, vería, viviría tristes historias, finales duros, dolorosos… y sí los había, pero no los percibí, escondidos como debían estar entre los que allí merodeábamos.

Cuando terminé de solicitar mi acto de conciliación, me regalé un café Guatemala y un muffin de arándanos al más puro estilo “fusion food”.

En la mesa de al lado, dos abogados. Se contaban el uno al otro sus “triunfos”, los pequeños o grandes chanchullos trabajador-empresa que ambos gestionaban y de los que ellos mismos eran absolutos protagonistas. Pujaban por ver cuál había conseguido mejor acuerdo, unas veces a favor del empleado, otras de la compañía.

¾    No tenía ni idea –se mofó el primero-, era una total ignorante de sus derechos. Sólo pretendía el paro y algunas pelas. Su marido trabaja y tiene dos niñas. La empresa le ofreció unos veinte mil. Yo se lo dije y ella tan contenta… Al final, le conseguí treinta y cinco, pero no le comenté nada hasta el final. Ya sabes, para pasármelo bien. Cuando se lo comuniqué, no había tío mejor que yo sobre la faz de la Tierra …

¾    Pues yo –respondía el otro- tuve un caso similar. Le dije que debíamos intentar los cuarenta y cinco días y a ella le pareció bien. Igual no tenía ni idea pues hubiera aceptado los treinta. Me costó un huevo llegar a un acuerdo con la empresa. Fui gilipollas, no tendría que haberle dicho nada, ya que tan contenta estaba con sus treinta días, pero al final me cubrió de alabanzas…

Me dieron nauseas. Me levanté en cuanto terminé mi café. Salí escopeteada del sitio.

Los tipos seguían contándose “batallitas” sin darse cuenta –supongo- de que, en realidad, trataban un drama tras otro, como si fuera pura mercancía.

Existe un refrán español que dice: “a río revuelto…” Pues eso.

Texto: Esperanza Castro

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