¿Qué color tienen las palabras?

¿Qué sílaba definirá el trazo?

¿Qué imagen para expresar un sentimiento?

martes, 29 de noviembre de 2011

Expuesta Intimidad


  -   Tose… Tose más… Así… Eso… Ahora ya puedes respirar normalmente.
Lo odio. Odio llegar hasta el número cuatro de la calle Colegiata. Odio esas escaleras desiguales, esa puerta pintada por mil y una capas de un color burdeos pasado de moda, esa mirilla dorada y hasta el Sagrado Corazón que la preside.
Una vez dentro, entretengo mis nervios en una salita decorada con pósters de campañas para la prevención del cáncer de mama, la vacunación de jovencitas contra el virus del papiloma humano y el uso de anticonceptivos anti-SIDA y anti-baby.
Luego, en la consulta, las mismas preguntas y respuestas de siempre: ¿Qué tal estás? ¿Cómo vas con la medicación? ¿Tienes muchos sofocos?
  -  Pasa al cuartito, ya sabes. Te desnudas de cintura para abajo, no hace falta que te quites el jersey; colócate cómoda con los pies apoyados en los estribos.
Como si alguna pudiera sentirse cómoda en esa camilla que más parece un instrumento de tortura de la Santa Inquisición.
Y tú te quedas ahí, encogida, sentada en el bordecillo de la cama, con los pies bien juntos sobre la fría plataforma; presionando hacia adentro las rodillas, guardando con celo tu expuesta intimidad.
Entonces, aparece la auxiliar con una sabanita para taparte. Y te habla suave, te intenta tranquilizar sin conseguirlo.
  -  Cúbrete un poco. Ahora mismo viene la doctora.
Seguidamente, la citada, sonriente procede al examen.
  -  Tose… Tose así…
Nunca me convenció del todo el uso de esa medicación. Sabía que me facilitaría la vida evitándome los síntomas más desagradables de la menopausia precoz, pero igualmente conocía los riesgos de un prolongado tratamiento.
Pese a no tener antecedentes entre mi familia de la terrible e innombrable enfermedad, las historias de las amigas, sus madres y abuelas, se me aparecían como fantasmas para amargarme aún más el desagradable chequeo.
  -  Parece todo correcto –comenta-. Ahora veremos lo demás con la ecografía.
Me llevo muy bien con la doctora. Hemos caminado juntas desde hace más de veinte años. Sabe de mis amores y desengaños, mis amantes fijos y ocasionales, de mi matrimonio frustrado. Conoce mis fallidos intentos de tener un hijo, mi caída y mi recuperación. Mi vida toda.
Escuchando sus explicaciones se me hace más liviano el tormento, razón por la que gira hacia mí el monitor del ecógrafo.
  -  ¿Ves? Este es el ovario izquierdo, pequeñito –me explica-. ¡Veintidós con tres por veintiuno con uno! –eleva su voz para que su auxiliar anote en el informe.
A continuación, añade las medidas del otro, que es un poquitín más grande.
Retuerce la sonda en mi interior y me mira con afecto, como pidiéndome disculpas por las molestias que me causa.
  -  Ahora vamos a por el útero…
Y la veo abrir los ojos, fijando asustada la mirada. Frunce el ceño, extrañada. Rebusca una, dos, tres veces. Coloca la pantalla hacia sí, la aparta de mi vista.
Y en esos instantes la sangre se me para. No hay aire ni respiro. No existo. Nada.
Acaricia dulce mi mano derecha y me dice en un susurro:
  -  Cariño… 
Yo, que siento que no siento, le pido suplicante una explicación muda.
De nuevo me muestra la indescifrable imagen. En el centro, levemente se distingue entre un mar gris de interferencias, el brillante parpadeo de un intenso latido.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Abdul y las flores

Hace tiempo que no escribo un post. Me refiero a un texto específico para resultar una entrada en este blog.
Últimamente estoy centrada en los relatos, sí, relatos que al final acaban siendo un nuevo post en este espacio, o terminan siendo algo que pretende ser aún más grande concursando a un premio -¿quién sabe?-.
Pero hoy quería probarme. Jugar de nuevo a escribir para comunicar algo, aunque esto no llegara a ser ni relato, ni entrada, ni tan siquiera una ocurrencia.

He llegado esta mañana y me he encontrado sobre la mesa un ramo de rosas. ¿Mi cumpleaños?, os preguntaréis. No. ¿Mi aniversario? Casi, pero tampoco. Es un detalle que viene apareciendo de cuando en cuando, sin frecuencia, sin continuidad, como una pincelada de alegría a las siete y media de la mañana de un día cualquiera.

Frente al edificio de nuestra empresa hay una floristería. No se trata de una al uso, es una especie de almacén de flores que distribuye por Internet –de hecho, sólo se pueden comprar por Internet, aunque estés en frente-. De vez en cuando, desechan algunas que no consideran aptas para su venta. Pero, para nuestro regocijo, éstas aún pueden tener un segundo uso.
El vigilante nocturno de nuestro edificio, Abdul, sale a la caída de la tarde a husmear. Siempre la basura contuvo cosas despreciables para unos e interesantes para otros. Y de ahí, esas flores marginadas porque ya no sirven para un centro o ramo o corona, cumplen la misión de alegrar las mesas de esta triste y monótona oficina.


Hace tiempo, en mi libreta de bolsillo escribí la siguiente frase: “Nunca me faltarán las flores en mi trabajo”. Y así, cuando no las arranco a escondidas del descuidado rosal que adorna la parcela, llega Abdul y, en la oscuridad, hace el milagro de regalarme esta sorpresa.




miércoles, 2 de noviembre de 2011

Como dos plumas al viento

La primavera se hace esperar en Buenos Aires.  La noche es fresca y, sin embargo, nada hace apreciar, dentro del cálido local, el tenue frío exterior.
El público va llegando poco a poco y los camareros lo sitúan con calma y sin errores en las mesas reservadas con anterioridad. El lugar se espera abarrotado. Es viernes y el cartel es bueno, la velada será de las mejores.
Es un barcito no muy grande. Se encuentra en una esquina, como casi todos los boliches de la ciudad, y de ahí su nombre: La Esquina de Osvaldo Pugliese, en honor al célebre músico porteño.
Las mesas en hilera, apiñadas, unas junto a otras y dispuestas en forma radial, tomando como vértice el escenario. Este consiste en una pequeña tarima donde, con cierta dificultad, se ajustarán los bailarines y los músicos.
Bandoneón, piano, violín, contrabajo, guitarra, flauta… Jóvenes y viejos forman el conjunto. Algunos rasgos familiares: corte clásico entre los de más edad; piercings, coletas y algún tatuaje para los que podrían ser sus hijos.
Los asistentes son conocidos, asiduos de cada jueves, de cada viernes o sábado. Todos se saludan, se llaman por sus nombres... forman una gran familia. Brillos de lentejuelas, lamés, terciopelos o gasas para ellas; los caballeros más informales, pero impecablemente vestidos.
En una esquina, los cantores. Un toque pleno de nostalgia en sus teñidas y engominadas canas, y algún bisoñé; pero siempre la alegría en el rostro, la gratitud por encontrarse de nuevo en el espectáculo al que, más de uno, ha dedicado su vida entera.
Y allí, en primera fila, una pareja de ancianos.
-          Mario, ¿cómo te sentís?
-          Bien, flaca, ¿y vos?
-          Feliz de estar aquí, querido.
El debe de tener cerca de los noventa años. Su mano derecha como un sarmiento, impedida por la enfermedad, acaricia con dificultad la de Gabriela. Con la otra agarra torpemente el tenedor. Es la que se adivina más útil para apoyarse sobre el bastón que descansa sobre el respaldo de la silla. Ella lo mima, lo cuida, le ayuda a preparar cada bocado de una copiosa cena, que culminará un minuto antes de que comience la función. Es mucho más joven que él; quizás ya no cumpla los setenta y muchos, pero, sin embargo, es vivaracha, dispuesta, activa, impaciente… ¡y qué radiante se muestra!
-          ¡Muy buenas noches a todos! ¡Hoy tenemos un espectáculo lindo! ¡No se van a arrepentir de acompañarnos!
La jovial presentadora irrumpe entre las mesas con sus grandes facciones, ojos brillantes y la más generosa de las sonrisas.
Los aplausos abren paso a la música que acompaña el desfilar de los emocionados cantores.
La fuerza en cada canción, en cada tango un dolor cargado de sentimiento.
...Caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar… ¡Garufa!, pucha que sos divertido. ¡Garufa! ya sos un caso perdido… Por una cabeza de un noble potrillo que justo en la raya afloja al llegar…
Mario los canta, los saborea, los acompaña con los ojos cerrados y un leve vaivén de su desnuda cabeza. Gabriela sonríe, mientras sus manos se mecen al son de cada melodía.
En un instante las voces callan. Suena el bandoneón y una milonga se eleva. El bailarín ciñe por la cintura a su pareja; son la simbiosis perfecta.
-          ¿Recordás? –susurra el anciano con un pícaro brillo en su mirada.
-          Como dos plumas al viento –responden los dos al unísono.
Y la pareja flota sobre el escenario, se desliza, transmiten algo más que el baile apasionado.


Las horas transcurren de tango en tango, de una petición a otra. Pronto se harán las dos de la madrugada y con ellas el final del show.
Los solistas salen juntos a entonar un potpurrí e invitan a unirse como un solo a los que aún están sentados, a los que se levantaron, a un público completamente entregado.
Al silencio de la música nadie se levanta, ninguno parece querer salir al frío que espera fuera.
Los amigos se despiden, se abrazan; mientras Mario y Gabriela, tomados del brazo, dicen adiós.

Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

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